La Gaceta, 25/06/1995
Veo a Víctor Isidoro Pommerantz en una foto de más de treinta años atrás, en una noche feliz de un Buenos Aires que fluyó como un río heracliteano: siempre distinta, siempre igual.
Hay una ventana abierta, un clima de fiesta, de sonrisas, de alcohol. Víctor Isidoro está junto a Elvio Romero, gran poeta social paraguayo, con Rafael Alberti, Miguel Ángel Asturias, Juan Acuña, Flora Shapira Fridman, Amelia Biagioni, Antonio Requeni. Alberti apoya su brazo en el hombro de Víctor Isidoro que mira de frente hacia la cámara con sus anteojos gruesos de carey. Está unido a la alegría de ese grupo de grandes creadores, pero allá, a lo lejos, en su mirada hay un rescoldo de tristeza indefinible.
Aquellos eran días de 1962 en un Buenos Aires fuerte y esperanzado. El futuro de muchos de los que allí estaban aparecía largo y abierto como pampa. Ya Víctor Isidoro llevaba definitivamente su otro, el poeta, a cuestas y para siempre. Ya seguramente maduraba en su corazón el sueño de sumarse a la construcción y consolidación de Israel. Tengo para mí que ese sueño surgió en el Víctor Isidoro pequeño, niño, en algún cine de barrio, cuando los chicos judíos vivían con terror y angustia la llegada de aquellas motocicletas nazis en alguna aldea o ciudad de los filmes y noticieros de los años cuarenta.
Asumió sus dos sueños: se instaló en Israel y plasmó al otro, al poeta, en los magníficos versos que hoy se recogen en libro y cuidaran su memoria como uno de los más finos e intensos poetas de su generación.
Hoy Isidoro nos abandonó. Lo imagino apesadumbrado en sus últimos días. Cuando nos encontrábamos en Israel, en 1986 y 1987, recordaba con cariño y nostalgia aquellos días en que la ciudad porteña era todavía un gran centro creativo. Al mismo tiempo, confesaba con tristeza las dificultades de su instalación en Israel. Estaba a la espera de ese mínimo de paz y dignidad exterior, económica, que le permite al artista enfrentarse a su verdadera riqueza, a su creación.
Trabajaba en la silenciosa tarea del poeta. En su desasosiego buscaba el lenguaje de su esperanza y la clave de su celebración. Fue creando una expresión depurada, grácilmente elocutiva, cargada al mismo tiempo de la fuerza de verdad que emergía de un fondo discreto, la «secreta algarabía del halcón». Esos versos fueron una revelación de calidad, de verdad, de inefable poesía. De ellos se levantaba una existencia en búsqueda, y un logro de belleza quo ubicaba a su autor en el lugar que sólo alcanzan los poetas. Los pocos capaces de acceder a esa suprema categoría de los trabajadores de las letras, de los hacedores. Poeta.
Tuve el honor, la suerte, de estar entre los miembros del jurado que premió ese libro intensamente lírico: La Secreta Algarabía del Halcón. Sorprendía el hálito dramático, que el autor no buscaba ‑y más bien atenuaba‑ y la altura lírica en su visión de la vida. Pommerantz levantaba preguntas humanísimas, perplejidades existenciales, y con admirable pudor iba encontrando algunas respuestas de dimensión religiosa que creaban un espacio de calma, casi de celebración, aliviando la tensión dramática a la que indudablemente estaba llamado el poeta (por su carácter, su desarraigo, su experiencia infantil).
Un poeta es casi sólo un lenguaje, el instante de conjunción entre la palabra y su experiencia existencial. Víctor Isidoro, que se prefirió poeta de intensidad, más que de extensión, logró ir dejando maravillosas huellas de su viaje poético. Generalmente las estelas de la literatura son señales en la playa, condenadas al próximo golpe de ola. Es de esos pocos privilegiados que pudo, por amor de belleza, por inefable fascinación del verbo, dejar una huella vívida y perenne.
Su voz es clara, precisa, dulce. Huye el acento cuando visita lo dramático. No canta en su alegría, tiene más bien la discreción de quien sabe que ante el drama de existir, la celebración es casi silencio místico, un don del que no puede haber jactancia ni exceso de palabras. Un don que sólo se puede donar al otro mediante un lenguaje del sosiego, casi una música callada.
Se decía que un clásico es un romántico que aprendió a escribir, que sabe llevar a una dimensión superior el impulso. En este sentido creo justo señalar la serenidad clásica de los poemas de Pommerantz. Conmueven y nos comprometen. Testimonian y ayudan. Transcurren sin querer alarmar, como la quieta voz de quien visitó abismos y sabe que sólo cuenta una salida. de religación o de laica celebración existencial (dos caminos y una sola meta).
«¿Tú crees que el viento cumple sus promesas?
¿Y crees que el río alguna vez vuelva a su origen?
Oficia de mendigo
y encontrarás el cielo…»
Este fue el logro de Víctor Isidoro Pommerantz. Sus poemas, algunos magistrales («Sombra», «El tiempo», «Hombre de Dios, Hombre de barro»), tienen la persistente unidad de lo necesario. Tal vez desde el sinsabor, desde su mentado «exilio», desde su dolor; la palabra poética que alzaba es la resultante, la segregación laboriosa, serenamente apasionada, de su diálogo final con la posibilidad de vivir, de hacer tolerable el misterio de la vida.
Alguna vez, Víctor Isidoro habrá oído decir en Buenos Aires que los poetas no mueren porque su poesía vive y vivifica a los otros. Lo habrá escuchado desde el bastión del escepticismo porteño. En Jerusalén, la suprema, habrá aprendido que la palabra humana no puede alcanzar a Dios, y que sólo puede aspirar a ser un eco de su voz. Alguna vez, entre estos extremos de la íntima cavilación del poeta, pudo quizás haber descreído del logro o del sentido de los pasos de su vida.
Sin embargo su voz está aquí, viva, hecha libro, culminada en poesía, de la mayor altura y verdad que hoy podamos escribir en estos tiempos críticos.
Guardo ya la foto. Aquel momento de 1962 era un instante de eternidad. La presencia de ese misterio, la eternidad, que nos infunde perplejidad, una extraña turbación de tiempo perdido y a la vez retenido, cuando observamos el efecto de esa brevísima inmovilización del clic, que logró plasmar un instante de 1962 y que ya, en la cartulina, empieza a ponerse color sepia. Víctor Pommerantz retornó a ese instante, se reunió con esa foto y con todas las otras.
Ahora de él, lo que fluye y vive son estos poemas puros, que oscilan entre la cualidad del pétalo y del diamante.