Noticias, 22/08/1993
Pekín en la noche. Beigin. Llego en domingo y me instalo en el Hotel Palace, aplicándome esa técnica para concederse placeres que usaban los poetas románticos de Francia cuando se sentían acosados por el demonio de la prudencia o del ahorro: «Piensa que morirás el próximo jueves «. El Palace de la misma empresa de su homónimo de Madrid y del Plaza de Buenos Aires, es uno de los hoteles más refinados del mundo. Cuando los chinos se esmeran en estas cosas pueden ser inalcanzables (como parece que lo fueron en la técnica de la tortura). El extremo placer y el extremo dolor confluyen en zonas parecidas.
Camino en la penumbra tibia hacia el mítico Hotel Pekín. Escucho un rumor extraño, como de agua de acequias. Son miles de ciclistas que se deslizan en la penumbra, a lo largo de la Taijichang. Van en silencio, podría ser un ejército de muertos de la Gran Marcha. A veces titila algún farol o alguna campanilla. Alguna voz, alguna risa. Poco después comprenderé que son miles de comensales.
Por fin el Gran Hotel Pekín, con su mole amarillenta, iluminada, a un paso de la Tian An Men. Se me aparecen los fantasmas del torturado Malraux predegolista. Kyo, Katow, el barón Clappi que salvándose de los esbirros del Kuomintang disfrazado de marinero con una escoba al hombro. Noches de 1927: corrupción, espionaje, la santa subversión de los sumergidos. Traficantes de armas que cenan en los reservados de lujo del Hotel Pekín. Champagne, mujeres exóticas con espaldas desnudas y boquillas de nácar. Brillos de lamé. Aventura, peligro. La vida como apuesta. Días como un licor fuerte que se apura de un trago.
El elegante Chou En Lai huyendo de una emboscada y refugiándose en el cuarto de una espléndida vampiresa alemana. La revolución como un supremo deporte. Un desafío al tedio de la normalidad.
Toda esa carga de vida retienen todavía esos tristes salones del Hotel Pekín, decaído, amenazado, como a la espera de una privatización inminente. Boutiques desmayadas y expirantes bares y restaurantes, atendidos por señoras maduras con vestidos de seda con largo tajo en la pierna.
Salgo por la gran escalinata del ingreso principal y encuentro una intensa vida a lo largo de la avenida. Ahora los centenares de bicicletas reposan. Los comensales atestan decenas de kioscos y bares al abierto. Cocineros con su clásica toca trozan con maestría y asombrosa rapidez patos y lechones. Los sirven con variaciones de arroz y de verdura. Las complicaciones y el refinamiento de la comida china sobreviven a la cantidad, a esa masa de incesantes comensales. A algunos les entregan un curioso brasero labrado que calienta agua, donde los clientes pasan a su gusto lonjas de cerdo 0 de cordero. Miles de comensales, como si aquellas noches de 1927 tuvieran ahora esa callada respuesta. Aquellos dramas de los conspiradores del Hotel Pekín se sublimaban ahora en ese curioso banquete masivo.
Mi amigo, funcionario de la Embajada, que es nisei y buen conocedor de Asia, comprende mi sorpresa y me dice:
‑Hace cuatro mil años que no se comía así en China…
¿Ni con Mao…?
‑No. Mao fue un aristócrata de la revolución. Ni con Mao… La gran revolución llegó después, ahora en estos diez años de Deng Xiao Ping. Se alcanzó lo que los chinos creyeron imposible desde la primera dinastía: poder comer a gusto. Poder sobrevivir. Nunca se vio. La escasez se puede hoy sólo ver en algunas provincias montañosas. Pero es cosa del pasado. La sensación de que uno no puede ya morir de hambre en una calle, es un hecho nuevo. Un hecho que no tiene más de 10 años en una historia de casi cinco mil…
Usted saldrá al día siguiente de su hotel, viajará en taxi o en bus, o tomará el metro. El espectáculo será el mismo y a toda hora, en locales públicos, privados, o en esas cocinas con seis sillas de paja alrededor, donde una vieja china con el rostro trabajado por el tiempo y desgracias inimaginables prepara sus especialidades. Una comida cuesta un yuan, unos veinte centavos de dólar y la mayoría gana entre cien y doscientos dólares.
En el interior, por ejemplo en la provincia agraria de Shaanxi, se comprueba la eficacia de la reforma económica que hizo de cada labriego un propietario orgulloso de un pequeño lote de tierra. Está orgulloso de cada lechuga que vende y celoso de cada moneda que gana. Es impresionante verlos trabajar con la familia ‑fuera del horario de tareas oficial‑ inclinados entre surcos cuidadísimos repartiendo los excrementos recogidos con amor, para beneficiar esa tierra que parece olvidada de sus siglos. Al atardecer, miles de ciclistas abarrotan con sus mínimas cosechas los mercados municipales y las cooperativas.
Usted, yo, todo viajero que tome el destartalado vuelo de mil kilómetros hasta Xian, para ver el increíble ejército de cinco mil soldados de terracotas haciendo eterna guardia a un emperador muerto hace dos mil años, se podrá encontrar con la vida campesina, tal como hace siglos, renacida por la revolución alimentaria del viejo Deng. Esa provincia ‑Shaanxi‑ es plenamente representativa de esa China profunda, campesina, eterna, que significa 900 millones de seres.
Es una de las regiones que siempre sufrieron hambre. Allí se detesta a Mao, porque esos millones de campesinos tuvieron que aceptar un sistema productivo sovietizado y ruinoso que los llevó al hambreen la década del ’60 y al terror político de la revolución cultural hacia fines de la misma.
Hoy viven su hora de felicidad. Incluso resurge su vieja cultura. Organizan sus matrimonios, bodas y entierros a la vieja usanza. Después de asomarse y pagar con varios millones de muertos su asomo de modernidad, retornan presurosos a su pasado cultural. Triunfa Confucio y esos magos taoístas que venden talismanes. El Hotel Hilton, recién fundado, es como un refrigerador eléctrico aislado entre un infinito universo de repollos, zapallos, lechugas, cerdos de crianza. Esas gentes tienen su antiguo y probado código de placeres y dolores que el viajero occidental, usted, yo, no podremos jamás comprender. Tienen un solo combustible que es imprescindible: comer, alimentarse. A partir de allí, cantan, escuchan a sus bardos, juegan a los naipes, apuestan, aman, beben.
Los niños lo rodean a uno. Son descarados, de una viveza asombrosa. Me metí en el patio de una escuela y vi lo difícil que es hacerlos formar fila. Saltan, gritan, se pelean, siempre riendo. Las maestras, que me descubren, me muestran el comedor, el refectorio. Todo es limpio, pobre, dignamente necesario.
Las calles de Xian están llenas de ciclistas que cargan fardos descomunales de verduras, legumbres, cereales, arroz o fruta. Las casas de dos plantas tienen balcones ocupados con alguna heladera (cubierta de plástico, por la lluvia) y trastos, muebles y bultos de todo tipo.
A cuatro años del deceso declarado del comunismo (1989, fecha aceptada) el país que más viene creciendo en el mundo es China, que en 1992 alcanzó el asombroso récord del 12,8% del PBI, del cual el 21,7% fue de crecimiento industrial. En un «primer mundo» occidental, abrumado por la dificultad para crecer, por problemas monetarios y una verdadera hecatombe de la clase política, China se alza como ese dragón que la simbolizó internacionalmente en tiempos del Celeste Imperio. Ya en 1987, en su libro China después de Mao, el economista Aieto Guadagni había destacado los asombrosos números del crecimiento chino según las estadísticas del Banco Mundial. Producían desde 1987 más científicos y técnicos que las tradicionales «locomotoras», Japón y Alemania.
El secreto de China y de sus dirigentes se basa en la negación rotunda del monoteísmo, que según Nietzsche era la enfermedad moral de la estupidez europeo‑occidental: creer que nuestras ideas, nuestro dios o nuestra forma de vivir es la única válida y verdadera («No tendrás otro dios más que a mí»).
Los chinos, los japoneses, los hindúes, no son monoteístas, aunque el islamismo tenga mucha importancia en algunas regiones de Asia.
Del mismo modo que instrumentaron como un método el marxismo, ahora los chinos usan las ideas liberales y la economía de mercado. Se permiten jugar al capitalismo en Cantón, en Hong Kong o en Shen Zhen y ser sólidamente colectivistas en las regiones agrarias como Shaanxi o Sechuan (en estos tiempos en que los mercados agrarios están internacionalmente cerrados por el más descarado proteccionismo y la barrera de subsidios). Como inveterados jugadores que son, apuestan al politeísmo económico.
¿Por qué no? Todos sabemos que todo país extenso es heterogéneo y que contiene hombres muy distintos, a veces pueblos diferentes. ¿Por qué no dejar crecer por un lado el mundo del consumo, de la ambición del dinero y por el otro, mantener la segura monotonía campesina?
Si se acepta el federalismo político como algo benéfico ¿por qué no aceptar el federalismo económico?
Los chinos están aplicando una fórmula nueva. El centro armonizador es el Partido que cumple la antigua función de los emperadores armonizar la Tierra N el Cielo, el ying y eI yang.
Deng Xiao Pinp escribió en 1992 «Hay que asimilar el veneno ideológico del capitalismo en pequeñas dosis». Mao lo rechazaba (para él el capitalismo era «un gas tóxico pero perfumado»). Deng lo dosifica para robustecer al Dragón. Qian Qi chen, uno de los mayores dirigentes, explicitó esta conducta «El capitalismo tiene elementos útiles que se pueden usar para el objetivo final de crear un socialismo de impronta china».
La apertura en las regiones capitalistas es hoy una alucinante carrera de inversiones de las más variadas (se crearon tres millones de puestos de trabajo y 23.000 empresas nuevas. China ocupa económicamente Hong Kong antes de que le sea devuelto por los usurpadores británicos: invirtió allí 12.000 millones de dólares, ¡más que Japón!).
Aumenta la criminalidad, la prostitución; los secuestros. Son lacras del capitalismo… La verdadera China está preservada en el bastón del poder político y en sus 900 millones de campesinos.
El politeísmo económico les da buen resultado. Al punto que los politólogos piensan que estamos asistiendo a un viraje decisivo: el eje de gravedad del poder mundial ya pasó al Oriente. Algún día se conmemorará la visita del emperador del Japón a China, en 1993, como el hito para señalar ese cambio decisivo. La «fórmula china» empieza a ser considerada en las Rusias como la única posibilidad de controlar el caos disgregado que paraliza a la ex URSS. Consistiría en reconstruir un fuerte poder centralizado, capaz de mantener las ventajas de la socialización y los objetivos nacionales y, a la vez, permitir regiones capitalistas. Para los chinos, Gorbachov y Yeltsin son la representación de lo que más temen: incautos oportunistas, que en nombre de una «democracia «ajena a toda tradición del pueblo ruso, lo hundieron en la anarquía y el caos. El remedio fue peor que la enfermedad.
De regreso a Pekín, me instalo otra vez en el magnífico Palace. A la mañana, en el desayuno, hago cola, bandeja en mano, en una hilera de típicos ejecutivos de todo el mundo, unificados por el inglés comercial, la carta de crédito y la computadora de bolsillo. Son robustos o gordos. Los delicados chinos, que consideran al europeo ‑y sobre todo al anglosajón y al ruso‑ como bárbaros irredimibles, que invariablemente prefieren la eficacia a la sabiduría, les sirven callada y disciplinadamente sus cereales, huevos fritos, lonjas de grasoso tocino, compotas, comidas que para ellos, con su refinamiento, es como alimento compensado de animal de granja, fast food.
Los ejecutivos comen y hablan con exultación. Esperan concretar sus negocios como centenares de inversores. Los chinos ponen galpones, mano de obra y a veces maquinarias y ellos un capital que se reproducirá a una velocidad increíble, con garantía de seguridad de un Estado autoritario.
Leamos esa mañana, en el diario inglés las peripecias de la señora Jeanne Kirkpatrick, la ex embajadora de Estados Unidos ante la ONU y activa militante por los derechos humanos. Con unas veinte legisladoras norteamericanas recorrió dos o tres veces el espacio de Tian An Men, repitiendo la protesta por la represión habida en este lugar. Nadie intervino. El aire de la plaza barrió el aroma un poco Elizabeth Arden que dejó el grupo. Fueron amablemente recibidas por un viceministro y en el medio diplomático se cuenta que desde la ventana del Palacio del Pueblo, les mostró la corriente de serenos ciclistas (corriente multicolor, porque el uniforme Mao ya lo usan sólo los viejos) y les dijo: «Todos tienen zapatos ¿no es increíble? Ya nadie muere en las calles… Nadie mendiga entre los perros vagabundos ni fuma opio en un umbral. Como puede apreciar, señora Kirkpatrick, estamos totalmente de acuerdo en eso de la defensa de la democracia y los derechos humanos».
El argumento no debe haber convencido a las legisladoras, pero a los intereses del Wall Street, sí: el boicot a China por la represión de Tian An Men quedó superado por centenares de ejecutivos, como esos que desayunaban en el Hotel Palace.
Llego otra vez al aeropuerto, para retornar a Occidente. Mi última visión es la de viajeros chinos que comen mientras esperan embarcar. Se sirven en bandejas con subdivisiones: pato o cerdo asado en pequeñas lonjas, arroz, hongos negros, ensalada de soja y los clásicos palitos manejados con tal maestría que a lo largo del banco de madera no se puede ver un solo grano de arroz caído.