El País, 12/02/1984
Fue poco antes de su muerte. Yo sentía en Heidegger la presencia del mayor filósofo viviente, alguien casi mítico. Tal vez el último representante de la gran tradición de la filosofía alemana.
Era en junio, en pleno verano. Atravesé las colinas de la Selva Negra desde la tierra suava, bajando por el río Neekar y deteniéndome en Tübingen. Era la Alemania profunda hoy sepultada por el fragoroso american way of life.
Llegué a Friburgo cuando la tarde empezaba. La casa estaba distante del centro, tal vez donde años atrás habían estado las afueras de Friburgo, ya alcanzadas por la construcción de posguerra. Pero ya desde allí se veían las colinas boscosas y se respiraba el aroma denso de los primeros sembradíos.
Supe que Heidegger tenía dos casas en la misma manzana, como si hubiera querido habitar los dos momentos de su país en este siglo. La de antes, la tradicional, era un caserón con maderas labradas en su frente, de dos plantas, construida seguramente en los primeros años del siglo. Allí estaban la biblioteca, las fotos, los diplomas honoríficos, las cartas, el recuerdo del hijo muerto. Llamé inútilmente a esa puerta después de haber atravesado el jardín. Las persianas estaban también cerradas. Era una casa clausurada. Por suerte, un joven de esos que ofician de jardinero para pagarse los estudios me vio desde el cerco vecino y me dijo que fuese por la calle de la vuelta, por la calle Fillibach. Allí encontré una casa moderna, desdichada hija del boom edilicio, de tres pisos y con un remate de techo a dos aguas como ridículo saludo a una tradición aldeana casi sepultada. Había una botonera con timbres y, junto a uno de ellos, una tarjeta: «Martín Heidegger”
La esposa del filósofo me abrió la puerta. había un pequeño vestíbulo sin ningún objeto que personalizara el ambiente, sin lujo, libros ni cuadros. Tenia algo de flamante, de recién inaugurado o de algo que no se sabe muy bien cómo usar. Sigo a la señora Heidegger hacia un jardín posterior, con galerías y muebles playeros y me invita a esperar.
Descubro que el jardín se comunica con los fondos de la casa clausurada. Paso por una galería lateral y encuentro una habitación con gran ventanal sobre el jardín. Es un espacio de unos seis metros por cuatro, con paredes desnudas y piso de parqué. En su centro hay una mesa desnuda y sobre la mesa un nudoso bastón de madera. Junto a la ventana, un sillón con apoyapié, de metal cromado. Allí estaba recostado Martín Heidegger, cubierto con una manta de piel y con la mirada abandonada en la lisa pared interrumpida por la solitaria decoración de una lámina china con un motivo vagamente esbozado. En la habitación no hay ningún papel, lápiz ni libro.
Heidegger tenía entonces 85 años y en ningún momento me pareció haber estado con un hombre anciano. Su voz era clara y firme. Sus ojos azules, penetrantes. No sonrió al saludar. Era un hombre delgado y más bien de baja estatura. Sus cabellos lisos, canos.
Indumentaria campesina
Pero lo más sorprendente era su indumentaria: camisa azul a rayas, sin cuello, de esas antiguas, con ojal para agregarle el postizo; y un chaleco de traje, con el borde zurcido, el clásico chaleco de los campesinos del Sur; el pantalón era amplísimo y seguramente de algún traje que tuvo su esplendor en preguerra. Lo más notable eran unos botines con muchos zurcidos y ajados por el uso. Me hicieron recordar los botines de la famosa pintura de Van Gogh a los que Heidegger dedicara esta frase en su Introducción a la obra de arte: «En la burda pesadez de los zapatos se ha estancado la pesadez de la lenta marcha por los surcos que se extienden a lo lejos. Sobre el cuero está lo húmedo y hastiado del suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad de los senderos al caer el día. En el zapato vibra el apagado llamamiento de la tierra…”
Era el atuendo de sus largas caminatas por los senderos de siempre (sobre todo cuando estaba en su pequeña casa campesina de Rotebuskweg, que era el refugio de su apartamiento final). Pero en su indumentaria había un llamado o una rebeldía ante la indiscriminada entrega a un industrialismo ciego en el que veía el principal enemigo y de nuestro Occidente. Resultaba realmente extraño que este ciudadano, que había pasado toda su vida en Friburgo, profesor emérito y personalidad internacional, hubiese preferido vivir sus últimos años con prendas de campesino. Como su obra, esta actitud también era hondamente significativa.
Cuando hablamos de la actual universidad, en relación a los estudios de filosofía, lo encontré muy crítico, como si hubiese tenido una lamentable experiencia personal. «Ya no tiene más sentido estudiar filosofía en una universidad», dijo. Entonces le pregunté qué consejo daría a un joven inclinado a la filosofía y que requiriese su opinión. «Que no frecuente la universidad y que no estudie la historia del pensamiento tal como se enseña en los actuales cursos universitarios. Que lea sólo a los griegos. A Empédocles, Heráclito, Parménides, hasta Platón. ¡Pero nada más, nada más!».
Me sorprendió el empeño con que dijo esta frase. Hay que recordar que Heidegger fue el producto de la formación filosófica alemana más tradicional (aunque en su obra se rebele contra ella), y que vivió ligado a la universidad desde los tiempos en que sucedió en la cátedra a Husserl.
Es evidente que sus obras han sido lo opuesto a toda tendencia de totalitarismo racionalizador (en particular a las herencias de la tradición hegeliana). Además, el llamado Heidegger tardío demostró en sus libros el continuo esfuerzo por desembarazarse del pensar ejercido como una técnica o una tecniquería de las ideas, recurriendo a un pensar apoyado en el conocimiento poético.
Su desencuentro con la universidad era claro y venía de antiguo. Conviene recordar una anécdota: en 1927 presentó su tesis doctoral ante la universidad de Berlín, que llevaba por título nada menos que Ser y tiempo, y fue rechazada por una adusta terna de profesores encabezada por el eminente Spranger.
La relación con el nazismo.
Pero hay una contrapartida que demuestra que los grandes libros tienen su ángel guardián: unos meses después, el lector de la editora Jahrbuch, de Halle, recibió el manuscrito, que debió de haber empezado a leer con desgana. Volvió a la semana para decirle al director «Le comunico que nos han traído el libro de filosofía más importante desde los tiempos de Nietzsche: es de un tal Heidegger…».
También es evidente que, a partir de los años cincuenta y a causa de la reacción ante el nazismo, en la universidad alemana proliferó un hipercriticismo de raiz marxista hacia la obra de Heidegger. Tuvo negadores que lo acusaron de nazi por haber aceptado el rectorado universitario en 1933, durante pocos meses y cuando el nazismo aún no había demostrado su monstruosidad política. Este error le costó caro por causa de su notoriedad mundial y a pesar de que fue una adhesión breve. Sus detractores olvidan cuidadosamente que en 1944 fue movilizado de mala manera para cavar trincheras pala en mano.
La adhesión al nazismo por parte de Heidegger es un hecho irrefutable. Ocurrió en 1933 y cesó a comienzos de 1934. Quiero destacar al lector estas fechas. En 1933, el nazismo es una doctrina entusiasta que todavía respeta las leyes y las formas constitucionales. Por razones tácticas, su violencia inmanente está todavía cubierta de populismo y de la fachada de responsabilidad que le otorga Hindenburg. Arriesgo esta creencia: Heidegger, profesor parcialmente rechazado por cl sistema del academicismo alemán, encuentra en el frasco nazista un resto subversivo del pensamiento de Nietzsche, su continua admiración. Heidegger tal vez vio un comienzo de esa «subversión de todos los valores» y se adhirió. Esta adhesión filosófica dura seis meses, hasta que el nazismo cobra una víctima cercana: un profesor amigo de Heidegger es echado de la universidad y aquél se separa para siempre del partido nazi. 1933-1934: el nazismo sólo contenía in nuce lo que hoy execramos: violencia, racismo, el asesinato industrial, la tecnología al servicio de la muerte. En una entrevista concedida a Der Spiegel, que quiso se publicara sólo después de su muerte, cuando se le preguntó si el nazismo había contenido una rebeldía antitecnológica y en favor de la relación hombre‑naturaleza, Heidegger contestó: «El nacionalsocialismo se movió, hay que decirlo, en este sentido. Pero era gente pobre en el pensar como para que pudiesen poner en claro un problema que empezó hace tres siglos».
Me interesó preguntarle concretamente acerca del marxismo que se abría camino en tantas cátedras universitarias atraque se tratara de interpretaciones ajenas o independientes frente al marxismo institucionalizado, el impuesto por los regímenes comunistas en el poder. Heidegger estaba convencido de que no podía haber liberación alguna del hombre que partiese y terminase en su entorno. Bordeando lo religioso (tratando de no ser absorbido por el pensamiento teológico tradicional), su meditación tendía a trascender lo inmediato hacia ese Ser, centro de su indagación.
Pero tampoco ahorraba críticas al llamado Occidente que él prefería señalar como “la concepción europeo-planetaria”. En este campo veía los estragos de la tecnología. El peligro de un mundo de un mero hacer desprovisto de contenidos, impulsado por las leyes de una progresión de técnicas prepotentes que termina por desnaturalizar al hombre y su posibilidad de estar. Dijo que la mayor dificultad para la concepción europeo-planetaria es “no saber alcanzar la gracia de un conocimiento justo de la esencia de su relación técnica con la realidad”.
Estaba evidentemente desilusionado de las posibilidades de las filosofías públicas de nuestro tiempo. Parecía vaticinar a la filosofía un etapa iniciática, porque dijo: “La liberación solo podrá ser conducida y guiada por una elite sin ninguna voluntad de poder político”. Parecía prever algo así como un repliegue de la verdadera filosofía que permanecería como un germen preservado hasta tiempos más aptos, con más espacio y eco.
Ya no se trataba de filosofía sino de sabiduría. Comprendí que era fuerte su escepticismo acerca de caminos inmediatos. Algunas frases últimas de este Heidegger final lo aprueban: “La filosofía ya no podrá cambiar el estado actual del mundo. El pensar y el poetizar sólo pueden prepararnos para la Epifanía del Dios o para la ausencia del Dios en el naufragio…”
Negaba que ya se pudiese filosofar como Marx, Hegel, Nietzsche o Heidegger mismo. Afirmó: «A través de otra forma del pensar existirá la posibilidad de un resultado indirecto, no directo. El rol de los filósofos de antes lo tienen hoy los filósofos…” Era como si los filósofos debieran agregarse a aquellos poetas que Hólderlin comparaba con los sacerdotes del dios del vino, que vagaban por los pueblos y aldeas llevando el germen de su conocimiento por «la noche sagrada».
Sus últimos meses
Cada vez pasaba más tiempo en la aldea donde nació, en Messekirch. Su vida era elemental y profunda. Hacía largas caminatas seguramente ayudado por el bastón nudoso que vi sobre la mesa de la casa de Friburgo. Vivía en una cabaña, casi una chabola. Le gustaba charlar con la gente de la aldea, con la que se tuteaba. Se negaba a los placeres de su gloria de gran filósofo: no concedía entrevistas. Prefería el diálogo del zapatero, del albañil, del vivero de su pueblo.
En verano subía con sus viejas manos hacia las casas de madera, en los cerros. Se hablaba de todo: del precio de la madera, de las vacas y su notable carácter, de las iniciativas del nuevo intendente. Pero lo más importante de las reuniones era cuando Heidegger tomaba el sobado ejemplar de Holderlin y se ponía a leerlo en voz alta. Todos aportaban comentarios y Heidegger calladamente tomaba notas. (Parece que estas notas del Heidegger ultimísimo llenarán varios tomos de sus obras completas.) Murió en mayo de 1976, sin enloquecer como su admirado Nietzsche, el visionario; y sin creer haber refundado el mecanismo del mundo, como Hegel. Murió lleno de preguntas, no de respuestas, como dando testimonio de la única posibilidad que le cabe al angustiado hombre de nuestro tiempo.
Al despedirlo en este recuerdo convendría saludarlo con las palabras que dedicó a su admirado Meister Eckhardt: «Era un viejo maestro de la vida y de los libros.”