La Nación, 21/06/1980
Cuando uno ya está instalado en Venecia y aprendió las más fáciles entradas y salidas del dédalo callejero deberá enfrentarse a un segundo desafío: el laberinto del estilo humano de sus pobladores. En un comienzo todo nos parecerá elusivo, indirecto, velado. Comprenderemos que estamos más en lo bizantino que en lo peninsular clásico.
Una vez escuché a un compañero de clase de mi hijo, que entonces tenía nueve años, que lo invitaba de este modo: «Tal vez tengas permiso de tus padres y quieras venir a jugar conmigo»: Por cierto que la frase quedaba bastante lejos del «Venite a jugar», tan familiar y directo de nuestro hablar. Aquélla era una construcción tan condicionada, liberal y cortés que bien podría haberla importado Marco Polo de China. (Agrego la pálabra liberal porque a veces nuestra forma de hablar atropella o encierra al interlocutor con la fuerza del afecto o de nuestros deseos). Por vía de lo elusivo el habla adquiere una tercera dimensión: un espacio donde queda a salvo la tolerancia hacia la libertad del otro. Quien haya vivido mucho en el extranjero tal vez compartirá la impresión sobre ese «bidimensionalismo» del habla porteña. Es una expresión demasiado evidente, directa, a veces un autocrático «diktat»).
Alguna vez traté de explicarme los orígenes de este bizantinismo veneciano. Pensé que Venecia no era solamente una ciudad sino además una especie de corte o gran «palazzo» amurallado, insularizado, por sus aguas. Esta circunstancia, que enfrentó durante siglos a la gente sin mayor posibilidad de distanciamiento, la llevó quizás a separarse mediante el recato de la expresión. La civilización surge precisamente como respuesta múltiple a ese contacto humano al que obliga las «civitas» a sus ciudadanos. Aparte del lenguaje, los venecianos recurrieron con este a otros artificios: las máscaras, el Carnaval, los espejos y los cristales soplados.
Es sabido que el Carnaval duraba casi seis meses, hecho único en toda Europa. Durante ese tiempo quien lo desease podía esfumarse detrás de máscaras y disfraces. Los cronistas dicen que hasta las monjas y clérigos lo hacían para aliviarse del rigor monacal. Las máscaras no pretendían divertir a los otros, como suele ocurrir con las actuales, sino que cumplían con la función estricta de ocultar al usuario. Las más comunes eran antifaces que ocupaban media cara, en general de yeso blanco. De este modo no se sabía quién era el enmascarado que entraba en una casa o subía con alguien a una góndola. El «big brother» de la opinión pública fracasaba durante ese semestre festivo. Llegaban viajeros de todas partes, incluso reyes y altos dignatarios que se refugiarían de la presión de las buenas costumbres. Los disfraces y las máscaras serían la forma de descansar de la «persona» y del peso de las obligaciones de la apariencia. (Es fácil imaginar que los argentinos hubiéramos sido grandes clientes de la prolongada fiesta, no sólo para comprar cristalería de Murano hasta dejar los negocios vacíos sino, sobre todo, para recuperarnos de ese obsesivo victorianismo que apaga nuestras ciudades. Tal vez sea por este motivo ‑más que por el simple deseo de comprar‑ que nos hemos transformado en un importante país exportador de turistas.)
Durante los siglos XVII y XVIII Venecia fue la ciudad liberal por excelencia, un puesto que después ocuparían París y Viena. Lo excesivamente liberal linda con lo libertino, del mismo modo que lo muy pacato roza lo represivo; Venecia prefirió aquel riesgo en vez de éste. Ya a fines del siglo XVI tenía el récord de alojar unas doce mil mujeres de vida difícil. Estas se hicieron famosas en toda Europa y hasta se llegó a editar una «Guía de las Cortesanas de Venecia» que se actualizaba todos los años con una breve información de habilidades y tarifas variables. Un viajero de la época anotó que estas damas eran casi las únicas que no usaban antifaz durante el tiempo del Carnaval, para no caer en malos entendidos con los contratantes (además a nadie se le ocurriría ponerse una máscara para cometer el bien). Fueron precursores en algunos sentidos: impusieron el «deshabillé» semitransparente y el osado «top‑less» (el más distinguido testigo de esta costumbre es el pintor Carpaccio).
Aparte del Carnaval, el deseo de los venecianos de liberarse sabiamente de la tiranía de lo exacto y de lo evidente los llevó a adentrarse en el arte de la cristalería. Todavía sobreviven en muchas ventanas de la Serenísima ciudad los llamados cristales «soplados» que filtran imágenes móviles, esfumadas de la realidad, siempre diferentes si movemos apenas la cabeza. Al punto de que nos costará saber con seguridad si el que entró en la casa de enfrente es ése, aquél u otro. Era un buen recurso para defender lo privativo. En cuanto a los famosos espejos venecianos se puede decir que tienen el don de nunca devolver el mismo rostro, son grandes disimuladores o recreadores. Nuestra imagen surge de una pátina gris plateada. Uno no se ve tan evidente ni tan corporal. En ellos ni la juventud es muy prepotente ni la vejez muy arrugada.
Cosas de Venecia. Pero estas particularidades, a lo largo de sus siglos, fueron definiendo el encanto, la inefable fascinación de la ciudad, su clima humano.
El liberalismo fertilizador estaba sostenido por la rareza de una democracia estable. El patriciado estaba autolimitado en su poder por un sistema institucional que fue la admiración de Europa y cuyos detalles sería largo y difícil explicar. La voluntad de poder estaba controlada por el rigor de la responsabilidad: más de un dux perdió la cabeza por olvidarse que era electivo y haber pretendido atornillarse en ella la corona.
Venecia se enriquecía sin temor con el aporte de hombres de otras culturas y religiones. Griegos, herejes, armenios, magos, científicos, judíos, astrólogos, libertos, encontraron en Venecia una permisividad desconocida en otras partes (el triste invento de la Inquisición no pudo ejercerse con el abuso general ya que los venecianos obtuvieron la excepción de que dependiese de sus cardenales‑patriarcas, siempre nacidos en el Véneto o ligados a él).
El hecho de que sea una ciudad peatonal fue un aporte no pequeño a la democratización. Los patricios y plebeyos, los ricos y los pobres, debían encontrarse varias veces en las mismas calles, y las góndolas no eran diferentes, hasta se usaban las colectivas para los cruces del Gran Canale. El caballo fue desapareciendo a medida que se hicieron puentes sobre los pequeños ríos. Ocurría algo equivalente a lo que vemos hoy: no hay autos. Muchas veces he visto al conde Corner, descendiente de la reina de Chipre y de una familia de dogos, echar un párrafo demorado y amable con el peluquero de la esquina de mi casa, activo militante comunista que salía los primero de mayo con una gran bandera roja. Las jerarquías se mantienen y se respetan no por causas externas y falsas. Y estas jerarquías verdaderas de la comunidad prevalecieron muchas veces sobre los rencores inmediatos que suelen proponer las ideologías de moda. En este siglo, durante las represiones del fascismo y las de la liberación, las complicidades venecianas salvaron a muchos de los extremismos de ambos bandos, se cuentan anécdotas sobre hechos que asombrarían si nos hubieran dicho que ocurrieron en España, por ejemplo. Venecia vivió mucha historia, tuvo una Gran Historia; ya no puede creer con tanta obstinación en la verdad contingente. Las razones criminales más bien se reservan para la vida privada. Nadie se cree ungido de la verdad ni cree que el primer paso para construir el mundo es eliminar al oponente. Cuando se triunfó hasta haber creado desde una laguna un Imperio, cuando se padeció peste, muerte e invasión, se aprende a no desesperar tanto en las derrotas ni a exultar hasta la crueldad cuando se da la carta de triunfo.
Prueba de esta rara sabiduría veneciana (e itálica) la tuve en ocasión de las elecciones de 1975. Había una gran inquietud en toda Europa porque era probable que el Partido Comunista Italiano obtuviese por primera vez la mayoría. El escrutinio se realizaba durante un caluroso domingo de julio y toda Venecia estaba en los balnearios del Lido ‑desde los gratuitos hasta los imposiblemente caros‑. En ninguna parte se formaban grupos de opinantes. Entre las carpas del Excelsior, como de costumbre, no se oía ninguna radio portátil. Los extranjeros éramos los más inquietos por saber los resultados y de vez en cuando íbamos hasta el bar para informarnos. Volviendo hacia las carpas me encontré con algunos conocidos que rodeaban a la condesa Vendramina Marcello, la más ilustre representante de la aristocracia véneta. El cónsul británico le preguntó su opinión acerca de lo que acontecía y ella, siempre enérgica y hasta cortante a pesar de sus años, le respondió: «Querido cónsul, leí el diario y veo cómo están de preocupados en su país por lo que pasa en Italia. Muchos creen que será una catástrofe, pero ¿para quién? Vea: los comunistas no son tontos, no triunfarán porque saben que no sería el fin de nuestra Italia sino el fin del comunismo».