Vogue (Argentina), Noviembre 1980
Nuestro destino nos sorprende otorgándonos lo que habíamos deseado o aquello que nunca hemos imaginado. Así me ocurrió cuando supe que debería vivir en Venecia algunos años.
Instalarse en Venecia, como ciudadano, tiene algo de aventura de Wells: en cierto modo es saltar con la máquina del tiempo y entrar en pleno siglo XVIII.
Es un lugar donde cesará la prepotencia (y la evasión) del automóvil, donde los ecos del amenazador bullicio de la actualidad mundial quedarán velados por el murmullo de las góndolas rasgando las aguas de los canales.
Me pasó, como a muchos que llegan a Venecia para quedarse, sentir una inefable inseguridad y desconcierto. Al principio la ciudad parece un laberinto cuya salida nunca se encontrará; después nos iremos haciendo duchos en el arte de hilvanar los «campos» y campíeIlos» a través de callejas a veces no mucho más anchas que nuestras espaldas.
La primera desorientación es topográfica. la segunda proviene del asombro de comprender que no vivimos en una ciudad sino en una obra de arte, en un único «palazzo» de belleza.
Los americanos, que no tenemos la presencia inmediata y natural del arte (la solemos apreciar en Europa o en los museos, como algo distante, sagrado o muy valioso económicamente hablando) nos sorprendemos al ver a los niños en absoluta familiaridad con las obras maestras, como algo propio, como para nosotros pudieran serlo las baldosas y los árboles de nuestro barrio. La capilla diseñada por Palladio pasa a ser la “iglesia del barrio» y los chicos reciben su catecismo debajo de un cuadro de Tiziano que nadie se preocupa en distanciar o iluminar de otro modo que cuando se instaló por primera vez (el cuadro no está exento de recibir alguna tiza voladora cuando la monja se vuelve hacia el pizarrón).
En ciudades como Venecia el arte se conlleva y nos educa, desde su simple lección de belleza sin teorías, sin la sacralización de consideraciones abstractas.
Esos Tizianos, Riccis, Guardi y Tintorettos son los cuadros que corresponden a sus paredes, a sus edificios.
En cuanto a los palacios que uno ve desde los canales ‑y especialmente sobre el Canal Grande‑ muchos pertenecen a los descendientes de los constructores.
Las viejas familias de la nobleza los conservan, a veces subdivididos por causa de antiguos pleitos sucesorios.
Los venecianos reciben en esos palacios fantasmales donde uno encuentra frescos y cristalerías de gran valor. La aristocracia veneciana (los Marcello, Grimani, Valmarana, Corner, Foscari) rehuyen toda forma de publicidad o exhibicionismo, algunos conservan su fortuna, otros no. No hay riquísimos entre ellos. Pero están rigurosamente seguros de conservar una tradición. Venecia es para ellos, muchas veces, un ancla o una raíz demasiado firme de remover.
En invierno, cuando la Serenísima ciudad está envuelta en la bruma que se levanta del mar, esos palacios se animan con una vida social poco sobresaltada y siempre amable. Se recibe a los amigos y se come en torno a una mesa de especialidades venecianas (el risotto, las sardinas «in saor», carnes estofadas, polentas, refinados mariscos y pescados del Adriático. con los excelentes vinos del Veneto y del Friuli: Merlot, Cabernet, Sauvignon).
A los venecianos no les gusta la polémica ni las discusiones que distancian ni aquellos que abusan de su fama y se creen centro de las reuniones. Hace poco, cuando Moravia se instaló en Venecia por un tiempo (los terroristas habían puesto una bomba en su casa de Roma), fue invitado a muchas casas venecianas pero su arrogancia y su agresiva vanidad hizo que no se le reiteraran las invitaciones. En Venecia nadie es tan popular ni tan famoso como para poder imponer la insolencia o la mala educación.
Hans Magnus Entzenberger, atlético y entusiasta poeta alemán, no corrió mejor suerte, no sabía guardar el estilo.
Otro visitante desafortunado (de años anteriores) fue Hemingway, quien queriendo intimar con una condesa veneciana que solía tomar su «dry gin» en el Harry’s Bar acompañada de una tartina de caviar, no tuvo mejor idea que dejarle en el mostrador, a su nombre, una lata de un kilo de caviar fresco con su tarjeta. La condesa, inmutable, llamó al signor Cipriani, el propietario del bar, y le dijo: «Estimado Cipriani,¿a cuánto está el kilo de caviar?• y Cipriani: «A unos 50 dólares», «Bien ‑dijo la condesa‑ téngase usted esta lata y descuéntemela de mis consumiciones», «Más allá de los 100 gramos el caviar ya no es caviar».
Pero Venecia tiene sus amigos profundos e invariables. Verdaderos adeptos de la ciudad. Se puede decir que hay un club secreto, internacional, de venecianos adoptivos pero de alma que continúan la tradición de Byron, de Musset, de Nietzsche, de Wagner, de Henry James, de Mann y de Stravinsky.
Es gente que retorna cada uno o dos años y ya es parroquiano conocido, conoce sus trattorias, alguna gente y es cazador infatigable de nuevos rincones. Los argentinos no son muchos: nombro entre otros a la «lea Aldao, que tenía casa en el Lido y cuyo descendiente Martín Aldao, escribió páginas memorables; Manuel Mujica Laínez, asiduo visitante y eterno candidato al puesto de cónsul argentino en Venecia, que escribió muchos pasajes con escenario veneciano. El psicoanalista Salomón Resnik, el pintor Rómulo Macció.
Las estaciones vivaldianas están profundamente ligadas a la realidad de Venecia. Breves son la primavera y el otoño, grande la oposición entre el verano tropical y el invierno casi nórdico y brumoso, hamletiano.
El verano, tiempo de invasión significa para Venecia el paso de unos cinco millones de turistas que intentarán violar su secreto, la mansa seguridad y la altivez de su belleza.
Es un tiempo donde el idioma de la ciudad quedará sepultado por una parla babélica. Las mesas de los cafés «Florian» y «Guadri» avanzando en el espacio increíble de esa Plaza de salón de San Marcos de la que Napoleón dijo que era «la única que merecía tener el cielo estrellado como techo». Músicas amables. Noche de excursiones en góndola por los canales (noche para amantes e incentivo hasta para maridos). Fiesta playera en el Lido, el balneario más refinado de Europa con su «Hotel Excelsior» y el antiguo «Des Bains» proporcionando los últimos reflejos de sosiego y elegancia de la proustiana belle epoque.
Los venecianos (yo ya me consideraba uno de ellos después de los primeros años) debíamos forcejear en los vaporetti que nos llevaban al Lido por las tardes a lo largo del Gran Canal, cruzando el maravilloso fondeadero entre el Palacio Ducal y la Giudecca. Atardeceres largos, casi hiperbóreos con el bullicio alegre de las «trattorias» al aire libre donde se demora la conversación con los amigos.
Y cuando invierno, Venecia recupera su silencio en el callado trabajo de su pueblo profundo y enraizado en la gran historia. Ya en octubre se levantan las nieblas que velan la Catedral de San Marcos y los hercúleos titanes de la torre dell’Orologio. A las siete de la tarde las callejas húmedas están tan solitarias como las de una aldea sueca; los bares, salvo excepciones, cierran a las diez y cuando uno vuelve al calor de su casa se escuchan los propios pasos retumbando fantasmalmente contra los muros cariados por el tiempo.
Venecia vuelve al poder de su misterio. Vuelve a ser el león solitario de su insignia. Enfrentada al mar, velada en su bruma, parece flotar en una deriva de eternidad como una siempre rescatada Venus, salvada de las aguas por mor de su belleza. De todos los diálogos de Venecia (con la Historia, con el Tiempo, con el Arte) el más importante es con el Mar: su creador, su amenaza.