La Gaceta, Domingo 25 de Octubre de 2009
– Muchos de los protagonistas de sus libros buscan lo absoluto y no esquivan la muerte: Lope de Aguirre, Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, el Che Guevara. Su hijo Iván comparte esa característica. ¿Cuánto influyó su obra en la asimilación de su muerte y cuánto la pérdida de su hijo en los libros que vinieron después?
– Siempre tomé personajes heroicos, más allá de sus políticas. Una de las nostalgias que tiene Occidente deriva de la pérdida de la cultura del heroísmo. Tenemos una sociedad que pasa del brahmán y el chatria, que son los sacerdotes y los guerreros, al vaishya, el mercader. La cultura occidental está dominada por los mercaderes que la han transformado en la sociedad del producir, del vender, del comprar, en la que lo heroico y lo espiritual quedan de lado. Mi último libro se conjuga con esta visión, con una mirada nietzcheana, renacentista. Iván, después de pasar una infancia maravillosa en Venecia, llegó a París y allí descubre la decadencia de la sociedad burguesa y el futuro que le espera. Sin que nosotros sospecháramos nada, se había transformado en un Trotsky infantil, en el jefe de una pequeña banda a cuyos miembros les decía que no debían ingresar en la sociedad y que la adolescencia era el único momento en que podían evitar quedar atrapados. El creía que después de los 17 años uno ya no podía desengancharse. En uno de sus intentos de fuga del esclavizante destino que le imponía el sistema, quiere quemar su colegio y falla. Entonces piensa en matarse y, simultáneamente, eliminar el mundo.
– Es difícil pensar en un Che Guevara o en una Eva Perón, dos de los protagonistas de sus novelas, vivos hoy, con 81 y 90 años. ¿Puede pensar en un Iván de 42?
– No, Iván pensaba que la adultez era el fin. En uno de los escritos que encontré, él describe una vida imaginaria hasta los 57 años, en la que será sucesivamente monje en el Tíbet, mendigo en Calcuta, agricultor en Catamarca, filántropo en Johannesburgo. Al final, tacha dos frases en las que dice «Elevación a Dios. Cruel desengaño». Era una suerte de burla, la postulación del ridículo de un intenso hacer sin sentido. Y es lo que él pensaba de la vida en la sociedad burguesa.
– Su hijo decide dejar de escapar de la muerte, como lo hace la inmensa mayoría de los humanos, y buscarla. ¿Cree que se trata de una disyuntiva inexorable? ¿Las únicas alternativas son huir o saltar a sus brazos?
– Iván no tuvo otras. Según Cioran, hay una zona de corte en la que se produce el vértigo de lo absoluto, en el que el suicida ya no pertenece al mundo porque ha perdido todo lazo que podría retenerlo. El que lo une a la madre, a los amigos, al goce. Es el caso del suicida puro, que es tomado por la idea de irse y, de paso, apagar al mundo como quien apaga la luz con un interruptor.
– En un tramo de su libro, usted afirma que la búsqueda de justicia, de explicaciones psicológicas o el análisis minucioso de posibles causas no afectan al hecho terrible de la muerte.
– La fuga de la culpa es lo peor. Recordamos, por ejemplo, que en algún momento le pegamos un coscorrón a nuestro hijo cuando se asomaba por la ventanilla de un tren. Ese recuerdo puede bastar para que nos concibamos culpables de la muerte, para que vayamos al psicoanalista y quedemos atrapados allí para siempre. Esas son las falsas salidas, los caminos que hay que evitar.
Cioran y el suicidio
– En una nota publicada en LA GACETA Literaria, hace varios años, usted resaltó una frase de su amigo Cioran: «No se deberían escribir libros más que para decir cosas que uno no osaría confiarle a nadie». ¿Siguió su mandato al publicar su último libro?
– Sí, durante 26 años no le dije a nadie, ni a mi hermana ni a mis mejores amigos, cómo habían sido esos días en que conviví con el cadáver de mi hijo. Hay dos reflexiones fundamentales en el libro, que es la crónica de una tragedia y un itinerario para comprender la muerte de una manera alternativa. Una reflexión gira en torno a la muerte, particularmente a la de aquella que cae sobre el ser que debería sobrevivirte, y la otra sobre la vivencia de la ausencia, una vivencia que puede llevarte a una etapa muy feliz en la que te das cuenta de que el muerto vive dentro tuyo, que uno es el último camino de su vida en el mundo. Anaximandro tiene un lugar especial en mi libro porque es el filósofo que se da cuenta de que el cosmos que percibe en soledad, en la noche estrellada, se presenta como un abismo en el que puede caer; y pensaba que el error que se cometía era pensar que la Tierra era algo distinto, excepcional, privilegiado dentro del cosmos. «Todo lo que es ya no será, nada nace y nada muere», dice Anaximandro. Estas ideas quedan excluidas rotundamente a partir de Sócrates. Por eso Heidegger, cuando le pregunté qué le recomendaba a los jóvenes filósofos, me dijo: «que lean hasta el último de los presocráticos pero que nunca pasen ese umbral».
– Cioran pensaba que aceptar la posibilidad de decretar el propio fin nos ayuda a soportar la vida. ¿Cómo se vive entonces en sociedades que prohíben la eutanasia o en culturas que condenan el suicidio?
– La cultura judeocristiana no acepta el suicidio. Es como una deserción de la voluntad de Dios que se reserva el tiempo de la vida y la muerte. En realidad los paganos no creían en eso. Creían que el suicidio forma parte de la libertad, que es un acto de libertad para suspender el dolor, o sea a que la muerte puede ser incluso hedonística. En todo caso, la idea de Cioran es que la muerte también es un capital de tu libertad que Occidente no usa. Nietszche decía que la idea del suicidio te hace pasar muchas noches que de otra manera serían imposibles. Los soldados romanos tenían siempre el suicidio en la mochila.
– ¿Fueron malinterpretadas las ideas de Cioran sobre el suicidio?
– Sí, Cioran fue malinterpretado por quienes lo consideraron un propiciador del suicidio. El postulaba simplemente el reconocimiento de la posibilidad de terminar con la propia vida como acto de libertad, una libertad que Occidente no reconoce.
Abraham e Isaac
– «Aprende a adelantarte en la despedida», aconsejaba Rilke. ¿Cómo podemos adelantarnos?
– En Occidente, la muerte sorprende porque se vive de espaldas a ella, como si no fuera algo que puede ocurrir en cualquier momento. Adelantarse a la despedida implica aceptar que la muerte es un hecho natural, que ocurrirá inexorablemente y que debemos prever.
– Sobre el final de su libro, usted reproduce reflexiones de su esposa Sabine y otras suyas sobre un episodio fundante para las tres grandes religiones monoteístas: la escena de Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo. «En este punto empieza la contrahistoria de la especie neurótica», dice Sabine al imaginar a un Isaac que ha perdido la fe en su padre. ¿Qué derivaciones le adjudica a ese episodio fundante?
– Es una escena clave en la que la mano de Abraham, que va a matar a su hijo único y querido con su cuchillo y a pedido de Dios, es detenida por el ángel. Lo que nos preguntamos es qué siente Isaac ante eso. Abraham no vacila entre la orden divina y la vida de su hijo; entre el orden y el hijo. Yo, como padre, creía en el orden. E Iván sentía que yo sacrificaba su entidad por mi adhesión al orden. Y ese es un tema que el libro deja planteado, no como un problema personal sino como un dilema para la sociedad en que vivimos.