ABC, 23/04/1988
En mayo de 1974 llegó Carpentier a Venecia. Era la ciudad del Concerto Barroco, la obra que por entonces estaba terminando. La ciudad de Antonio Vivaldi, uno de los protagonistas. Se trataba de un viaje de creación, de corroboración de ambiente y de datos.
Venecia en mayo: atardeceres de inminente verano. El cielo más allá de las cúpulas de la Salute y de San Giorgio repite la gama del Canaleto. Rojos que viran al rosado y al malva tenue. Tonalidades que se escurren sobre un intenso azul de porcelana. Por calles y vicos multitud de empleados y estudiantes; llenas las parras de los bares corren y gritan los chicos como si su libertad coincidiese con la agonía del día. Rebota la pelota contra venerables mármoles; el atacante también debe gambetear el centenario aljibe que se yergue en el centro del campiello.
Entonces yo ya llevaba dos años de los seis cortísimos años que pasé en Venecia. Era cónsul general de Argentina. (Tal vez se trató de un error administrativo. A veces el Estado se equivoca, a favor). Vivíamos en el vetusto palazzo Mangili-Valmarana, que agoniza saludablemente como toda Venecia, con piedras corroídas, felpas y terciopelos que se deshacen al ser tocados, macetas de geranios y jazmines donde la portera plantaba la útil albahaca y la secreta ruda. Gatos generalmente nupciales en clásico combate contra las ratas de los depósitos.
Encontré a Carpentier en la Universidad de Ca´Foscari donde daba sus conferencias sobre Cuba y lo real‑maravilloso. Los críticos y profesores italianos revoloteaban lejitos alrededor del maestro en vida, como los pichones gordos de San Marco en torno a la catedral. Hicimos una larga caminata por los lugares del libro que ya perfeccionaba y corregía. De la calleja del Casin dei Nobili, al puente de la Academia, Santa Marta del Giglio y el súblime Palacio Ducal.
Me dijo quo escribía todos los días a partir de las cinco o seis de la mañana porque a las nueve debía comenzar su trabajo en la Embajada de Cuba en París. Era ministro consejero. Ese rigor administrativo, en un hombre de su importancia, me sorprendió.
A pesar de la edad, Carpentier era corpulento y alto. Tenía la majestad y la elegante lentitud de su prosa. En esas callejas parecía reclamar el espero de una avenida. Era como un gran cacique exiliado en Europa por alguna convulsión neo‑colonialista.
Cuando llegamos a San Marco, Carpentier se escabulló hacia las vidrieras del cale Fierran, hizo visera con la mano para ver a través de los costales biselados los fantasmas. Sí, Venecia era estructuralmente la misma, pera saltaba la fiesta. Exiliada de sus siglos de apogeo, era visitada y recorrida por nuestros melancólicos contemporáneos que parecen andar en la desilusión de un interminable fin de fiesta. No parecen para ellos esos balcones que vieron aquellas espléndidas patricias desnudas en la noche de verano, llegando hasta la cámara de Enrique III, recién ungido rey de Francia. Monjas con máscara de raso. Navegantes regresados con relatos del exótico Oriente. Prostitutas carpaccanas pioneras del top‑less y del deshabillee transparente. Magos, alquimistas, giordanobrunos y cabalistas.
No, nada de eso ya existía. Carpentier era el ultimo pagano, el último renacentista, y para confirmar la cosa, cuando llegamos a la iglesia de la Presa, donde Vivaldi había sido organista y donde habían sonado los acordes de las nacientes Estaciones, estaba cerrada. Los martes está cerrado. Y este es un siglo municipal y espeso.