El País, 26/08/1979
Borges vive en la calle de Maipú, en pleno centro de Buenos Aires. Ocupa un modesto departamento de tres ambientes, de los construidos en la década de los treinta, con muebles coetáneos. Lo atiende Fanny, una sólida mucama‑cocinera paraguaya, enérgica y poco sensible a las cosas del mundo literario del patrón de casa. Por la casa merodea a veces Beppo, un gato blanco, gordo y poco espiritual.
Es una porteñísima casa de clase media de las de antes del peronismo. Todo da la impresión de haberse detenido desde entonces. Sorprende no ver adornos. Sobre un aparador hay un centro de mesa de cristal donde estaban mezcladas algunas boletas de la electricidad con la medalla de la Orden Británica. Las paredes están recubiertas de libros que fueron, usados hasta hace unos veinticinco años, cuando todavía Borges podía leer. Son casi todos libros en inglés, encuadernados. Allí están los frecuentados clásicos y esos libros exóticos con los que Borges creó muchos de sus juegos literarios y esas citas que le dieron fama de erudito. En el pequeño cuarto de Borges, con una cama contra la pared (no ocupa el cuarto dejado por la madre, que quedó igual desde su, muerte con la gran cama, testimoniando lo que significa para Borges una pesadísima ausencia), hay una biblioteca con los clásicos españoles.
No se ve ningún libro nuevo o siquiera reciente. Fanny, según dicen, echa al incinerador, sin más trámite, las decenas que llegan cada mes, enviados por jóvenes escritores entusiastas de todo el mundo. Algunos sospechan que la correspondencia no corre mejor suerte. Lo cierto es que Borges, si se ocupase de ella, debería montar una oficina.
Lo curioso es que tampoco se ven libros de Borges (no pude encontrar ninguna de sus tantas traducciones en lenguas extranjeras). Sólo vi un ejemplar de las Obras completas.
Borges tiene ochenta años. Dice mucho en su favor que nadie lo trate como a un anciano. Logra hacer olvidar la edad y también la ceguera casi completa (observé muchas veces que la gente le dice: «¿Vio esto? ¿Leyó aquello?», sin sentirse incómodo después de formulada la pregunta).
Cuando llegué se estaba terminando de afeitar. Lo hacía con una máquina eléctrica que él llama la navaja (y me explicó: «Al fin de cuentas se trata de varias navajitas que giran, ¿no?»).
Le hago una reflexión sobre su edad y me dice:
– No, nada de hablar de la edad. Es insignificante. Además, fíjese: no soy más que una víctima del sistema métrico decimal. Según él, cumplo ochenta años. Si se les hubiese ocurrido contar cada doce o cada catorce unidades, yo ahora podría tener una edad decorosa, sesenta años, digamos…
– Usted cumple con una tradición de familia: la longevidad.
-Sí, es cierto. He estado pensando que la longevidad es una forma de insomnio.
-Pero será el único insomnio en que se rehuye el sueño reparador. El insomne normal lo único que desea es dormir. En cambio nadie quiere morir…
-No. Los longevos más bien queremos dormir. Mi madre siempre me decía: «¿Viste? Otro día: todavía no me he muerto.» Si a mí me dijesen que me muero esta noche, sería tanta la alegría que a lo mejor no me muero.
Literatura española: caras y máscaras
-Vengo de España y muchos amigos me comentaron algunos de sus juicios sobre la literatura española, a muchos le cayeron mal…
-¿Por qué? No creo haber dicho nada malo. La literatura española… Trataré de decirlo cortésmente: empieza espléndidamente con los Romances, que son realmente lindísimos. Luego vienen escritores realmente admirables, como fray Luis de León, que para mí sigue siendo el mejor poeta castellano. Y San Juan de la Cruz. Y así llegamos al Quijote, que creo que es un libro realmente inagotable, sobre todo la segunda parte. Pero después ocurre algo que ya se nota en dos hombres de genio, como lo son Quevedo y Góngora: todo se torna rígido. Uno tiene la impresión de que ya no hay caras, sino máscaras. La culminación de este fenómeno se da en Baltasar Gracián, donde no se siente ninguna pasión ni sensibilidad. Es un mero juego de formas, como el cubismo o la literatura de Joyce… Luego tenemos el siglo XVIII, muy pobre. Y el movimiento romántico, donde España sirve para inspirar a todo el mundo, menos a los españoles. Solamente queda Bécquer: una réplica débil del primer Heine…
-¿Y Saavedra Fajardo?
-Es un gran escritor; justamente me lo estaban leyendo en estos días.
-Un pariente cercano suyo, un gran estilista.
-Gracias, haré lo posible por ser digno del parentesco… Luego de este panorama general ocurre un hecho que creo que no se debe ocultar: cuando todo se renueva, sobre todo por influencia de Francia (la obra de Hugo, de Verlaine, de Poe ‑Poe también nos llegaba de Francia, porque entonces Francia era la forma para que se puedan comunicar dos países americanos‑), esa renovación se hace desde este lado del Atlántico y no desde España. Si usted piensa en Rubén Darío, en Jaimes Freyre, en Lugones: son poetas no inferiores y ciertamente anteriores a los Machado y a Juan Ramón Jiménez.
-¿Y en la prosa?
-Yo quisiera mencionar el nombre de un renovador que tal vez va a molestar a los españoles: Groussac. Alfonso Reyes me dijo: Groussac, que era, francés, me enseñó cómo debe escribirse en castellano…
-Muchos dicen ahora eso de usted. Creo que García Márquez lo ha dicho.
–Gracias. Espero que alguien pueda enseñarme a mí a escribir bien…
-¿Y la generación del 98? ¿Qué diría de Azorín?
-No me gusta. Evaristo Carriego decía que escribía estilo pan rallado ¿Querría decir que Azorín escribía sin unidad?
-Sin embargo, es un creador del lenguaje. Tiene una gran fuerza estilística: domina el arte de crear un clima o una intimidad, con muy pocos elementos… ¿Y Valle‑Inclán?
-Me parece que era un guarango. Una vulgaridad.
-¿No le encuentra ningún valor literario?
-No. Me parece de mal gusto. Como persona, debió ser muy desagradable.
-¿Y Unamuno?
-Unamuno sí, aunque nunca me pude explicar bien ese deseo de inmortalidad que tenía. Más notable que su obra es su hábito de pensar continuamente. Fue un pensador notable. A quien recuerdo con particular afecto es a Baroja. Se lo quiere más a él que a su obra, Es al revés de lo que pasa con Shakespeare: todos recordamos Hamlet y casi no nos interesa el hombre que lo escribió.
-A mí me parece que usted fue un poco injusto con García Lorca cuando lo calificó de «andaluz profesional». En España encontré gente enojada con usted. ¿Tampoco le interesó el teatro de él?
-Vi Yerma y me pareció mala. Nunca me interesó García Lorca, pero no me gustaría que alguien crea que tengo algo en contra de los andaluces. Yo hubiera querido ser andaluz. Lo que nunca habría querido es ser catalán: los odian en España, y entre los franceses se nota en seguida que son impostores… Pero, recapitulando, yo creo que nosotros le dimos más a España que España a Hispanoamérica, a partir de Darío.
–Pero habría que andar con cuidado, Borges. La gran literatura hispanoamericana, sobre todo los prosistas actuales, existen porque se han refinado en la gran poesía española.
-No, no creo. Creo que tienen más bien influencia francesa.
-Eso tal vez en las letras argentinas, pero mire en la literatura cubana: Lezama Lima, Carpentier, Sarduy.
-No los he leído. Pero pensando en lo que me había dicho, yo creo que nadie debe enojarse por lo que dije sobre García Lorca o sobre Calderón. Mire: Calderón era un payador o, si se quiere, una superstición de los alemanes.
-En su lista no recordó a Garcilaso…
-Muy bueno, extraordinario. Pero fíjese que venía de la poética italiana. de Petrarca; los mismos españoles lo consideraron exótico. Aunque, si uno los compara, Garcilaso nos parece más fuerte, más grande. En esa época los dos idiomas importantes eran el español y el italiano. El inglés era un idioma raro, como sería el danés hoy. Esas importaciones de formas, como en el caso de Garcilaso, eran frecuentes. Saavedra Fajardo, por ejemplo, viene de los latinos, de la estructura de la frase latina. Mire qué maravillosa esta frase de Saavedra cuando habla de los escoceses: «El tribunal de sus iras y de sus venganzas es la espada.» (Borges recita):
«Corrientes aguas puras cristalinas.»
¡Qué maravilla!, ¿no? Aunque algunas veces en Hispanoamérica la tradición española se torna en peligro. Fíjese que cuando estuve en Colombia, un señor, que era poeta, para elogiarme me dijo: «Qué bien se lo ve, señor Borges, redondo y colorado como un queso.» Terrible pasión por la metáfora, ‑¿no? Y una influencia de la métrica de Garcilaso:
«Corrientes aguas puras cristalinas / Redondo y colorado como un queso…»
-Volviendo al tema de sus críticas a la literatura española, nuestra literatura, me parece que muchas cosas que usted dijo interesaron porque muchos tienen la sospecha de que gran parte de ella es aburrida.
-Claro. Tiene lo muy bueno y lo mucho de aburrido. Antes, en las primeras décadas del siglo, ocupaba un lugar de segunda, cuando la importante era la francesa, la inglesa, la alemana. A mí me contó Manuel Gálvez que fue una vez a verlo a Lugones y Lugones le dijo: «Para qué lee usted literatura española? Es como si usted se dedicara a la literatura búlgara. Lea la gran literatura y olvídese de esas piezas de museo de la literatura española, búlgara, etcétera.»
-Creo, Borges, que usted estará de acuerdo en que a pesar del mucho aburrimiento hay dos momentos inobjetables: la grandeza del Quijote, culminación de la nobleza literaria, y la poesía mística, San Juan, fray Luis. Sólo esos dos momentos la ponen por encima, en cuanto a genialidad, de la literatura francesa, por ejemplo…
-Sí. Y a pesar de Sancho.
-¿Por qué?
-Lugones decía que el contrapunto entre los dos personajes era innecesario, fácil. En Martín Fierro elogiaba que los dos gauchos, Cruz y Fierro, no viviesen en contrapunto. Pero estoy de acuerdo con lo que dijo. Y ya que estamos hablando de literatura española, no quisiera olvidar a dos amigos míos que fueron entre ellos enemigos personales: a Ramón Gómez de la Serna y a Cansinos Asséns. Dos hombres de genio, aunque completamente distintos; uno, un erudito; el otro, un gran artista. Gómez de la Serna fue un extraordinario literato y quedará en las letras. Buenos Aires le hizo mal. Yo creo que hubiera sido un gran poeta. Las greguerías le anularon muchas posibilidades: si uno se acostumbra a pensar en forma tan atomizada termina atomizado. Se disgregó en greguerías.
-Un caso parecido tal vez al de Macedonio Fernández: un buen escritor con poca obra.
-Macedonio no quedará. A Macedonio sólo lo pueden apreciar los que le oyeron contar sus cosas… Y ya que no hablé tan bien de García Lorca, quisiera decir que para mí Marcelino Menéndez y Pelayo es un gran poeta injustamente olvidado. Un gran poeta, mire este verso:
«La náyade en el agua de la fuente…»
-Tal vez su fama de erudito, su gran erudición, ocultó ante la gente su realidad de poeta…
-Sí, eso pasa. Ahora me acuerdo una cosa que decía Macedonio Fernández y que yo quiero suscribir totalmente; decía que los españoles y los hispanoamericanos deberíamos llamarnos La familia de Cervantes. Sería difícil unirnos todos diciendo la familia de Quevedo, a pesar de su grandeza de literato. En cambio si decimos la familia de Cervantes no creo que encontremos ningún opositor.
La novela
-¿Y de Pérez Galdós?
-Nunca me interesó ese tipo de novela, aunque leí Misericordia con placer. Pero, en general, no me interesa esa novela que se origina en Flaubert y según la cual cuando uno entre en una habitación tiene que describir todos los muebles que ve.
-Pero en cierto Flaubert. Porque en Bouvard y Pecuchet, que usted tanto elogió, hay un increíble avance: es la primera novela de este signo.
-Sí, pero la que hizo escuela fue Madame Bovary. Stevenson creía que el que tenía la culpa de todo esto era Walter Scott. Pero en Sir Walter Scott se justificaba porque describe la Edad Media y hay que informar al lector de cosas y ambientes que no conoce.
-¿Y Proust?
-No me interesa. A mí me parece que creó un mundo menor, un mundo mezquino. Del mismo modo que creo que hay mezquindad en Joyce. (Joyce es más bien ilegible, pero no se pueden olvidar ciertas frases espléndidas; era poeta, debió haber escrito celo poemas). Pero al leer a Proust sentía que me asfixiaba, que estaba incluido en un mundo de chismes, que es lo que pasa un poco con Henry James, ¿no?
-Pero en Proust hay una nostalgia de una vida, de un tiempo, el fin de siglo, que hemos cargado de prestigio y que Proust lo supo conservar. El es como un símbolo de un mundo perdido.
-Sí, pero eso ya está fuera de lo literario. A mí me parece que no fue un bon vivant; por eso quizá pudo imaginar ese mundo.
La política. El Premio Nóbel
-Usted, en Europa, donde he vivido seis años, es quizá el escritor más respetado, más hondamente respetado, y leído, a pesar de no ser un escritor comercial. A veces pensé que usted era el escritor que les hubiera gustado tener a los franceses o a los alemanes: un escritor vinculado a sus culturas, producto de la cultura. En este sentido no lo ven a usted como latinoamericano. Lo quieren como a un autor que les pertenece de pleno derecho.
-Tal vez. Pero hay un lugar donde ciertamente no piensan así.
-¿Dónde?
-En Estocolmo. (Y Borges ríe.) Qué raro que yo, que soy uno de los pocos que reparó, quiere y escribió sobre Escandinavia, me sienta rechazado por ella. Me interesó esa región desde que mi padre me regaló una versión inglesa de las Wolksunga Saga. Me gustó tanto, que después le pedí una Mitología escandinava. Usted mismo me trajo de un viaje a Islandia la Saga de Grete, en idioma original, cuando yo estudiaba islandés antiguo… Pero fíjese que yo sabía que me jugaba el Premio Nóbel cuando fui a Chile y el presidente…, ¿cómo se llama…?
-Pinochet.
-Sí, Pinochet me entregó la condecoración. Yo quiero mucho a Chile y entendí que me condecoraba la nación chilena, mis lectores chilenos.
-En Europa, yo leí eso en Italia, algunos lo calificaron de fascista.
-Yo siempre fui antifascista. En los tiempos del nazismo, cuando había tantos fascistas y nazis en Buenos Aires, yo condené a Mussolini y a Hitler, cuando muchos no hablaban. En aquellos tiempos prologué el libro Mester de judería, de Grimberg.
-¿Y con el peronismo?
-Yo estuve en contra del peronismo, justamente porque era liberticida y de raíz fascista. Fíjese que Perón me persiguió porque yo era democrático, como se decía entonces. Jamás porque yo hubiese sido antiobrero o cosa parecida. Puso presa a mi madre y a mi hermana. No me pudo perdonar que cuando estaba en Norteamérica y me preguntaron por Perón yo hubiese contestado: «No me interesan los millonarios.» Ni que cuando me preguntaron por su mujer yo hubiese respondido: «Tampoco me interesan las prostitutas.»
-Claro, más bien difícil que lo pudieran pasar por alto.
–Pero no entiendo cómo me pueden calificar de fascista. Yo nunca dije que los Gobiernos militares fueran los mejores o cosa parecida. Dije que, dado el caos producido en Argentina durante el gobierno de Isabel Perón, era lo único que podía sucecer. Todos sabemos que es así. Y lo opino. La gente quiere suponer que soy un indiferente o que habito en una torre de marfil. Nunca hubo tal cosa, es totalmente falso. Durante el peronismo todos sabían que yo era opositor. Nunca ataqué al sindicalismo, sino a los sindicalistas ladrones (y nadie duda de que lo eran).
-¿Usted se considera democrático?
-No sé.
-Digo democrático tal como se entiende en la sociedad liberal.
-En ese sentido, sí, creo firmemente. En cuanto a la democracia estricta, como simple legitimación de las mayorías, puede llegar al desastre vea el caso de Hitler. Un escritor francés decía: «Una minoría puede tener razón; una mayoría nunca la tiene.»
El amor, las mujeres y la muerte
-A usted, que respeta tanto a Schopenhauer, me gustaría preguntarle sobre el amor, las mujeres, la muerte, como en el título de su libro.
-Sobre las mujeres puedo decir que están y estuvieron siempre muy presentes en mí. Yo pienso tanto en las mujeres, que trato de no pensar en ellas cuando escribo. Pero, sin embargo, están presentes. Diría también que siempre hay una mujer única que, sin embargo, no ha sido siempre la misma.
-Es una idea más bien platoniana.
-En cuanto a la noción de arquetipo, sí. Pero esa mujer es real, aunque múltiple. En mi obra poética hay muchos versos de amor, pero la gente prefirió creer que yo tendría algún reparo en estos temas. No es así, al contrario.
-Tal vez eso ocurra porque usted no quiso llevar a su obra sus experiencias personales. Tampoco usted ha hablado de ellas en público, en ese sentido es usted muy british.
-Creo que sí. Usted sabe que en Inglaterra, si uno le decía a una mujer que era linda, se indignaba. Era un improcedente personal remark y uno no tenía derecho a hacer eso. Uno sólo tiene derecho a hablar de temas impersonales, generales.
-Pero los argentinos no somos así. Somos más bien impúdicos en ese sentido.
-Claro. Y además las mujeres esperan que les digan que son bonitas. Es casi al revés. Pero no participo de ese estilo. Fíjese que tengo amigos a quienes nunca hice ese tipo de confidencias, ni ellos a mí: Macedonio Fernández, Bioy Casares, Manuel Peyrou.
-¿Y la muerte?
-¿La muerte? La única esperanza que me queda. Pero morir de cuerpo y alma, como mi padre, tal como lo escribí en el soneto dedicado a él.
«Te hemos visto morir enteramente / la gran alma y el cuerpo…»
-Usted, desde el punto de vista religioso, no tiene necesidad de agregarle ninguna metafísica al hecho de la muerte, ¿no?
-Claro que no. Sólo espero cesar. Yo no soy importante: no merezco ni el cielo ni el infierno. Mejor, pasar inadvertido. ¡Imagínese si después de todo esto hay encima un juicio!