La Gaceta, 29/04/1984
Si hacemos una incursión por el campo de las literaturas comparadas comprenderemos que las actuales literaturas en español pasan por un extraordinario momento de. altura y creatividad.
Tenemos la suerte y la responsabilidad de formar parte de una generación literaria que pasa por su mejor momento. Se trata tal vez de un movimiento comparable al de la Rusia de fines del siglo pasado o al de los Estados Unidos en las primeras décadas de éste. Es un momento de ésos que sin abarcar más de unos pocos lustros, son sin embargo el impulso y la orientación de trabajo para largo tiempo, y para fama académica de varias generaciones de críticos.
Me atrevería a decir que desde aquella increíble generación del Siglo de Oro no había en nuestras letras un momento de semejante variedad y calidad. (Por cierto que no olvido a la gran generación promotora del 98. Promotora porque sacó a nuestro idioma de un larguísimo letargo. Y hasta diría que es la base sólida sobre la que creció la actual literatura hispanoamericana). Los puntos de fuerza de nuestras letras pasan por la narrativa tradicional, vinculada especialmente a las costumbres de vida de nuestros pueblos (sin excluir nuestra mala vida política), por la poesía y por experiencias estéticas de vanguardia que no han quedado aisladas en el enrarecimiento de laboratorio sino que han sido un aporte esencial de lenguaje.
Nuestros creadores han sabido llevar el experimentalismo a la realidad de obra funcionante; y esto no es pequeño mérito.
Ni las estéticas formales ni las construcciones críticas externas al creador han logrado asfixiar esa libertad básica, esa actitud de total disponibilidad estética. Todavía los prejuicios no logran encadenar al juicio creador. Todavía la santa razón, sensata y crítica, es derrotada obra tras obra por la sinrazón creadora.
Estos valores merecen un reconocimiento básico. Porque al reconocerlos comprenderemos que la libertad ‑interior y exterior‑ debe ser un condicionamiento previo y primordial.
Parte no secundaria de esta libertad creadora se manifestó en la capacidad de asumir formas literarias, culturales, estéticas y filosóficas de todo el mundo sin exclusiones.
Dos ejemplos: uno el de Lezama Lima que al escribir una obra de inconfundible tono americano, habanera hasta la péndula, lo hizo incluyendo un intenso y extenso conocimiento literario mundial, que iba desde los poetas franceses hasta el Tao‑Te‑King. Otro, es el de Borges, el porteñísimo Borges, que construye su obra (y es base de la fascinación literaria de la misma) usando perplejidades filosóficas y detalles literarios de las más variadas bibliotecas.
Sólo son dos casos indicativos. La mayoría de nuestros grandes escritores, poetas o prosistas, desde Roberto Arlt, Neruda, Aleixandre, Sarduy, Carpentier, Arreola, se han enriquecido sin prejuicios literarios excluyentes. Vale la pena señalarlo porque hasta no hace mucho padecimos una ráfaga de provincialismo ideológico que creó cielos e Infiernos literarios, justos y réprobos y equivocadas distinciones entre auténticos e inauténticos, desde un supuesto purismo americanista cuyo origen muchas veces se podía situar en lecturas mal traducidas. Sería negativo que esa disponibilidad enriquecedora hacia las culturas de todo el mundo se empezara a perder por la acción de ciertos obstinados censores que olvidan que pertenecemos, los americanos, a un continente mestizo, como bien lo definiera Carpentier..Y esto es en lo físico tanto como en lo metafísico. En cuanto a España, nos europeizó idiomáticamente ‑y se universalizó americanizándose‑ al punto que ella misma también perdió aquella primera provincial pureza de Castilla y Aragón. Y su idioma creció y crece por esta causa.
Para siempre Darío y Neruda serán suyos como para vosotros, los latinoamericanos. Valle Inclán y Miguel Hernández serán para siempre de los nuestros.
Entre la libertad y la afiliación
Una visión de panorama nos lleva a reconocer que las obras hispanoamericanas han logrado pleno éxito estético consolidándose como la literatura más viva de nuestro tiempo. Pero igualmente debemos comprobar que no hubo parejos logros en el campo ideológico. Salvo apaña, en Latinoamérica no tenemos filósofos (sólo algunos respetables difusores de filosofía extranjera).
El hecho no es de poca gravedad. Porque resulta que sin un serio pensamiento madurado en formas filosóficas originales, la realidad política y económica consecuente queda en manos de los otros.
En lo que a nosotros toca el hecho señalado se hace visible en el desfasamiento entre las propuestas morales de los literatos y los artistas de buena voluntad en favor de la justicia, como valor de primera importancia, y la incapacidad manifiesta de saber hacerla, de saber ponerla en acción. No han sabido pasar de la declaratividad al acto, del heroísmo efímero a la continua acción cotidiana.
Hoy ya no basta recomendar la justicia desde una posición moral, por revolucionaria que parezca; sino que hay que saber organizar esa voluntad de justicia a través de un renovador, auténtico y posible pensamiento político y económico. Y ni en lo político ni en lo económico hemos sabido crear fórmulas verdaderamente de alternativa.
En lo político debemos pasar de la mera afiliación a la creación. En lo económico, de la utopía de buen corazón a la ciencia de lo real y de lo posible.
(Es duro decirle adiós al refugio cordial de la infancia. En nuestra Hispanoamérica ‑y en esta parte me refiero más a América que a España- ya no podemos más con los comodones que nos dicen que Detroit es el modelo de nuestra felicidad ni con los ingenuos santones que nos recomiendan Albania).
Ya no podemos repetir aquel poeta, Platón, que cuando imaginó la ciudad futura se echó de ella a sí mismo. Se excluyó extra-moenia junto con todos sus congéneres, los poetas. Ya no es tiempo para estos estalinismos de raíz clásica.
Observamos cómo muchos de nuestros escritores que alcanzaron –en la libertad de publicar sus obras- vasta notoriedad estética, transforman esa notoriedad o fauna en un capital de acción política. A veces hasta se los ve alejarse de su calidad creadora original para irse transformando en políticos de segunda. Son hombres de la estética que dan a la prepotencia de la política. Es como si se sintiesen culpables de una culpa previa y general. No se observa este hecho con fin de crítica sino para esclarecerlo, para instar a nuestros amigos que aporten a la política el mismo empeño y la misma responsabilidad con que crecieron en el orden de la estética. No queremos afiliados, queremos y necesitamos creadores.
Ni con el capitalismo sometido e inmovilizador ni con el izquierdismo pueril y declamatorio vamos ya a ningún lado.
Hemos visto a lo largo de estos años cómo muchos de nuestros colegas han caído en ese vano estalinismo de papel: cuando se acercan a lo político sólo simpatizan con la intención o acción violenta, apoyan directa o indirectamente la mitología del terror, les parece que toda posición realista o razonable esconde un subterfugio o una trampa, en muchos casos hasta se entregan y se entregaron a un letal pietismo armado (y muchas veces pasó que, como son meros artesanos del terror, han sido finalmente aplastados por la violencia profesional).
Creo que todos deberíamos condenar este ciclo dramático.
Todavía todos los triunfos se transforman en nuevas derrotas porque no tenemos madurez. No sabemos crear una forma de convivencia democrática ni una economía realmente alternativa, como se dijo.
Los creadores deberíamos de aceptar definitivamente la teoría del campo unificado fascista. Los fascismos de derecha y de izquierda se han unificado en un solo campo represivo cuyos síntomas son la aceptación de la violencia, el temor y la desconfianza hacia el creador de cultura, la necesidad de instrumentalizar al creador en pos de objetivos políticos o de Estado.
Ya para siempre la noción de fascismo dejó de estar emparentada a una extrema derecha.
El campo fascista unificado se manifiesta hasta en gente que cree que procede con buena fe y con las mejores intenciones: es una especia de infección interior.
Cuando el escritor, en su afán de acción concreta, actúa en política, debería tener presente su responsabilidad en cuanto creador: que sólo existe porque existen las libertades que hacen posible su creación. Si lo olvida incurriría en esa autoexclusión platoniana a la que nos hemos referido. Sería como si el laborioso túnel de sus construcciones políticas fuese a dar no en el campo libre sino en el despacho del director de la cárcel.
En este caso no serán más que las futuras víctimas del estado que piensan crear. Serán como aquella memorable Justina, la eterna burlada, imaginada por el espíritu sarcástico –trágico del Marqués de Sade: siempre quería creer que todo resultaría bien. Lo perverso de esa conducta se llama hoy masoquismo.
Es necesario decir que cualquier sea el cambio político donde nos empeñemos, debemos mantener como valor irrenunciable esas libertades esenciales de tradición democrática, sin las cuales no existiríamos como creadores. Esas simples libertades tradicionales que alguna vez, con oscuridad dialéctica, fueron calificadas como “libertades burguesas” pero que en realidad eran las libertades a las que aspiraron y aspiran los creadores de todos los tiempos, sean los de la Grecia antigua, o los poetas romanos, o Bocaccio o Giordano Bruno.
La única asamblea permanente.
Lo cierto es que nuestra literatura hispanoamericana ha logrado ser el ágora, una gran plaza de papel, un gran centro de convergencias. Lo que no se logró en el plano internacional o intergubernamental lo lograron las letras en su acción callada, como una continua agua vitalizadora uniéndonos a través de las fronteras. Agua de conciencia y de fantasía. Agua con nuestro testimonio o nuestro sueño.
Lo cierto es que hoy nuestras letras son una extraña multinacional de fama mundial.
La realidad del idioma nos une, y el idioma crea su espacio real a través de la literatura. Nada más importante que ser fiel a esta realidad que hoy nos congrega.
Curioso triunfo de la literatura: triunfo indirecto de lo receptivo, de lo insistente, materia evidentemente yin, para usar la terminología taoísta. Curioso fenómeno de universalización de lo aparentemente innecesario (universalización tal vez tan firme como la del cigarrillo, el fútbol, el café o la filosofía).
En este mundo dominado por la eficacia, por el poder económico y militar, por el culto del más denodado hacer, nos sorprende esta persistencia de la literatura y del espíritu poético, algo tan prescindible e inútil como le debe resultar el sueño al ejecutivo atareado. Pero ya sabemos que sin sueño el organismo muere. Y más aún: es el sueño un secreto momento de reorganización del cuerpo. Sin la realidad equilibradora de las fantasías oníricas el organismo desembocaría en la locura.
Esquiva y mercurial, la poesía siempre escapará de quien quiera atraparla, apresarla. Esperará escondida hasta que pasen quienes pretenden darle excesiva importancia para usarla con otros fines. Resistirá a todas las morales de época. Sea la de los ideólogos o la de los “bons bourgeois” de siempre (rojos, amarillos o blancos).
Ni los santones de la redención ni los comisarios podrán con ella: cuando crean haberla atrapado sólo se encontrarán con un muñeco de paja.