La Prensa– 12/08/1979
Vindicaciones
La obra de Martin Heidegger sigue siendo uno de los filones más sugestivos y ricos para penetrar en la conciencia de este siglo. Hespérides trae hoy aquí, de la mano del escritor argentino Abel Posse, la glosa de uno de los textos de su última época: «El sendero del campo», donde aparecen de nuevo los dos grandes temas de su reflexión, a saber, el tiempo y el destino del hombre en la era de la técnica. Una inagotable cantera para el pensamiento.
Cuando conocí a Martin Heidegger, en 1973, me encontré más bien con un campesino suavo que por su indumentaria casi tiraba a personaje de Brueghel. No quedaban en él, a sus 85 años, rastros de profesor o de palidez de vida académica. No parecía ni un intelectual ni un pensionista, y esto es importante para la vejez de un filósofo. Tampoco había enloquecido. En aquel momento era todavía un exiliado de las universidades alemanas. Padecía el consabido complot de los moralistas: era el apogeo de la Escuela de Francfort. No se le citaba, se le ninguneaba. No se le citaba, pero no le negaban la dimensión de lo excepcional, de la genialidad.
RECUERDO DE UN ENCUENTRO
Lucía una camisa azul a rayas, de esas antiguas, sin cuello pero con un ojal para abrochar aquellos postizos de celuloide de los años 30. Llevaba un chaleco de traje, zurcido en los cuatro bolsillos, que no coincidía con el pantalón más que en haber pasado juntos la segunda guerra mundial. Lo más notable eran los botines o borceguíes, con muchas medias suelas, tan «cargados de existencia» como los zapatos pintados por Van Gogh que le inspiraran uno de sus más lúcidos ensayos sobre el arte. Estaba de paso por Friburgo. Ya no le gustaba abandonar su casa de madera (sin luz eléctrica ni agua corriente) que se construyera entre los bosques y los altos prados, muchos años…
Carta sobre Lo abierto
Estimado señor Posse:
Trataré de responder con la mayor concisión a sus preguntas referentes al tema de Lo Abierto:
1) Para la concepción europeo‑planetaria, la proyección hacia Lo Abierto (das Offene) y la consiguiente superación de la conciencia limitada a las cosas, será recién y únicamente posible si se logra un retorno al «ser ahí», extático (ver en Ser y Tiempo). Esto significa, al mismo tiempo, la condición de que el hombre obtenga la gracia de poder concebir un justo conocimiento de la esencia del Gestell (en el sentido expresado en mi obra La pregunta acerca de la técnica).
2) En cuanto al socialismo: mientras el socialismo se mantenga adherido a un equivocado cálculo científico acerca del mundo, en su esfera no será posible ninguna liberación del hombre hacia Lo Abierto de un universo sagrado que lo pueda determinar.
Por ahora, estas proyecciones deben ser conducidas y guiadas por una elite que, sin embargo, se tiene que mantener ajena a toda voluntad de poder.
Le saluda amablemente con los mejores deseos, su Martin Heidegger.
…atrás, en el bosque de Todnaver. La palabra «ecología» todavía no tenía notoriedad, pero entre su indumentaria y su apartamiento campestre había un claro mensaje de repudio a esa Alemania que había optado por su triunfal‑fatal camino de economicismo.
En lo que hace a los temas de este artículo, pese a que estábamos a veinte años de la actual crisis mundial y todavía con ambas superpotencias en auge y confrontación, tenía la seguridad de que tanto el capitalismo como el comunismo se acercaban a un catastrófico 1984 por distintos caminos, pero por el mismo motivo esencial: la insumisión de la técnica a todo dominio humano. (Hace veinte años era sorprendente la convicción que tenía acerca del fracaso y del inmediato fin de las superpotencias).
Su pensamiento era el mismo de 1923 y el que expresara en 1934 acerca de la cultura europea apresada entre los extremos de «la gran tenaza formada por Rusia y los Estados Unidos». Esa tenaza llevaba al mundo hacia una catástrofe sin precedentes.
Tal como lo expresara sintéticamente en la carta que se acompaña, veía al socialismo «adherido a un equivocado cálculo científico acerca del mundo». Agregaba: «En su esfera no será posible ninguna liberación del hombre hacia lo Abierto de un universo sagrado que lo pudiera determinar». En cuanto a Occidente, lo que él llamaba la concepción europeo‑planetaria, su fatalidad residía en torno al problema de la técnica. Afirmaba exactamente la visión que manifestara en sus famosas lecciones de Metafísica: «El oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre han alcanzado en todo el planeta tales dimensiones, que categorías tan pueriles como las de optimismo y pesimismo se han convertido en risibles».
Entrábamos en un triste, anunciado y largo final. En tiempos de ocultamiento, de eclipse. El conocimiento y el pensar viven tiempos de retracción, sostenidos apenas como por una conspiración de iniciados, «una elite que, sin embargo, se tiene que mantener ajena a toda voluntad de poder».
Hablaba de Lo Abierto y de lo sagrado. Era como si su pensamiento hubiese culminado una verdadera odisea «a contracultura» hasta alcanzar una dimensión verdaderamente presocrática, una reunión del pensamiento lógico con la dimensión poética y religiosa. En su entrevista póstuma concedida a la revista Der Spiegel, afirma que ahora «Sólo un Dios podrá salvarnos». (Un nuevo dios es una convulsión, una presencia arrebatadora, alienante, un escándalo de la realidad).
En nuestro diálogo traté de entrever la presencia de la cultura española en sus valoraciones. Sólo recibí un eco al nombrar a Ortega. El nombre de Unamuno lo dejó perfectamente indiferente. Se interesó por las cosmovisiones precolombinas y me instó a escribir sobre esa materia que le parecía vinculada al presocratismo, a un conocimiento esencial y previo sobre el que se hubiesen impuesto las religiones y las filosofías como atroces dialectos nacidos de la pobre razón humana. Como mi entrevista iba a ser publicada en periódicos de difusión extensa (El País y La Nación), le pregunté qué podría decirle a un filósofo joven. Fue terminante: no pisar la Universidad, no leer más allá de los presocráticos.
Tuvo la gentileza de concederme la posibilidad de la traducción de El sendero del campo, un texto poético que condensa su desesperación ante el suicidio tecnolátrico que vivimos.
EL SENDERO DEL CAMPO
El Feldweg (sendero del campo) es una rareza literaria dentro de la obra heideggeriana: por primera vez el filósofo se expresó en forma de relato poético tomando por protagonista del mismo ‑e hilo conductor de profundísimas sugerencias‑ a un simple sendero campestre, de los tantos que recorría en sus meditativos paseos por los alrededores de Friburgo.
Se trata de un sendero delineado a través de los campos por el paso secular del hombre. No ha surgido de un proyecto ni de planes específicos, nació de la cotidiana relación de los vecinos con el ambiente natural. Calladamente cumple su función durante añares y las generaciones sucesivas reiteran sus pasos sobre él porque es necesario.
El sendero sabe de la cruz que cerca de él se alza en el campo, del poderoso roble decenal, de los textos de los filósofos leídos por un joven en un banco a su borde, de los juegos de los niños en primavera y de los jóvenes sacrificados en las dos grandes guerras.
El sendero es señal de una «una justa medida» del paso del hombre sobre la Tierra. En el simbolismo del Feldweg heideggeriano hay un eco taoísta, de filósofo que expresa su conocimiento mediante las parábolas del sabio, con un estilo que se emparenta con el de aquellos místicos alemanes ‑Tauler, Silesius, Eckhardt‑ que Heidegger no dejó de admirar.
De los múltiples significados de esta curiosa pieza poética es posible señalar dos direcciones; hay una respuesta serena a la máxima preocupación del Heidegger de los últimos años y se refiere a la técnica ‑o mejor, a la esencia de la técnica‑ como desvío probablemente aniquilador de las sociedades industriales, ya que la tecnología, creciendo no por voluntad humana sino impulsada por leyes propias, alcanza en nuestros días el peligro de determinar e instrumentalizar al hombre su creador.
El sendero del campo es también un medio; ha nacido de una modesta técnica campesina, pero sin embargo es capaz de ayudar al hombre sin destruir la naturaleza. Al contrario, vincula al hombre con la naturaleza, ambos sólo dos momentos del Ser. Es un medio que positivamente afirma la intimidad del hombre con su contorno sustentador.
El otro tema, brillantemente solucionado en dos líneas, apunta al tiempo: el del reloj del municipio y el de la campana de la iglesia, «pues ambos sostienen su propia relación con el tiempo y la temporalidad». Pero sólo la vieja campana del pueblo, después de sonar «casi con retardo» las once de la noche, cobija ese silencio que alcanza a los sacrificados, a los muertos antes de su tiempo natural por la trágica violencia de los hombres.
Para Beda Allemann, autor del conocido Holderlin y Heidegger (Ed. Fabril, Buenos Aires, 1965), el Feldweg es prueba, en su propio texto, del esfuerzo heideggeriano por «esclarecer la poesía a través de la palabra esencial»: las asociaciones poéticas giran en torno al centro del pensar, mediante palabras aisladas de un estricto curso narrativo, con un procedimiento semejante al del Holderlin de los grandes himnos: aislar rítmicamente la palabra más importante potenciándola en otro nivel de significación dentro del contexto.
Martin Heidegger, poco antes de morir, calificó su Sendero del campo como «una breve obra significativa» dentro de la totalidad de sus escritos.