El Mundo, 05/05/2003
He tenido que ser duro desde mi asunción al poder. Ya no podíamos seguir atados a los principios y mentiras piadosas (y prestigiosas) que hemos inventado para negociar el mundo en las últimas décadas. Después de la guerra recreamos la economía de los culpables y vencidos a nuestra imagen y semejanza. Hemos creado una jurisdicidad humana, humanista e internacionalmente de apariencia democrática, para rodear a nuestros enemigos, los aguerridos eslavos, con un cerco de ilegitimidad y desprestigio. Ellos fueron la sinrazón. Nosotros, Occidente, la razón humanista.
Esos eslavos orientales, que parecían todopoderosos terminaron intoxicados por nuestras ideas de exportación. Se les ocurrió pasar de imperio a república y se deshicieron en el intento en menos de diez años. Es como si no hubiesen sabido leer la Historia de Roma que con tanta claridad les explicaba su endiosado Marx. Como los judíos, no escuchan a sus profetas.
Ellos habían llegado en 1950, con el emperador Stalin, a la posibilidad de la hecatombe y del inexorable triunfo. Las legiones del Pacto de Varsovia se habrían bañado cómodamente en las playas del Algarve, que bien lo necesitaban. Pero les faltó la decisión de la sangre. Un Imperio muere si teme su combustible natural, que es la sangre. Y peor es, cuando no comprende su hora justa. Después, nada…
Libres de nuestra mayor amenaza al cabo de cuarenta años de equilibrio del terror, hemos visto envejecer las ideas que usamos desde 1945, después de aquel homérico baño de sangre. El mundo ingenuo pretende tomar por eternas aquellas ocurrencias con las que cercamos y finalmente envenenamos al oso soviético: las Naciones Unidas (¡cada nación un voto!) la UNESCO, el Fondo Monetario, la Corte Internacional, las patrañas de “El Desarme Universal”…
Los que hoy critican mi espada a punta de flexible pluma, lo hacen en nombre de los “valores y respetos” del Iluminismo, pero olvidan que esos reflectores de fama universal se encendieron con el atroz baño de sangre de la venerada “Revolución Francesa”.
Pero no me temblará la mano. O nos libramos de la decadencia y creamos con la espada el nuevo orden y la nueva razón, o desaparecemos de la Historia ahogados en el más ominosos y antinatural “buen sentido”. Perderemos nuestro poder por delicadeza.
No tengo otra posibilidad que la de Augusto después de Actium: abandonar la querida y prestigiosa fábula republicana e igualitarista. Esa fue una etapa prestigiosa, pero la Historia cubre con su manto de decadencia hasta los momentos mejores.
Pero no hay alternativa. O nos resolvemos a librarnos de la envejecida red de mentiras pietistas fabricadas con nuestra retórica como razón humanista universal, o pereceremos dejando de recuerdo una lata de coca-cola y la sombra de las orejas del ratón Mickey.
El llamado Occidente está dormido en su complaciente decadencia de burócratas culones. Y de la decadencia sólo se sale con la santificación de la barbarie o de la mística. La moral occidental: esa vieja sirvienta portuguesa en chancletas…
De la barbarie primordial de la guerra nace la legitimidad de los fuertes, de los señores. Crearemos la nueva legalidad, la nueva paz, el nuevo estilo. La nueva política.
Los vencidos, los mediocres, los débiles no pueden alegar ningún derecho para administrar los recursos del mundo ni su destino. El rigor imperial consiste, por esencia, en devolver un mundo cansado a su base instintiva, bárbara, nublada por la decadencia. Regenera la salud y la virtú de la flébil especie humana.
Por eso la guerra. Por eso mi empeño contra los partos y por reconquistar el Eufrates y el Tigris –donde los judíos tuvieron la ocurrencia de situar el Paraíso Terrenal-.
Es un Herzland mítico. Un centro a conquistar, para remodelar el mundo. Licinio Crasso murió en el primer intento por hacerse de la Mesopotamia. Trajano agotó varios bosques para tender puentes sobre el Tigris, pero estaba viejo y su triunfo fue efímero. Ahora le tocó a nuestra estirpe y mi triunfo me llena de orgullo. El decrépito Occidente renace en las puertas de Asia.
El mundo de superficie me mira con el necesario odio del esclavo ante el guerrero. Se restablecen las castas. El señorío de la guerra renueva las agotadas jerarquías y sumerge a los países pietistas, fieles a la fábula perimida. Me odian los poetas, las viejas beatas, los comediantes y los periodistas, esa maléfica raza de espectadores eternos voyeurs. Nos acompañan aliados voluntariosos y naturalmente los britanos que en y con nosotros creen renovar su sangre muerta.
Después de lo de Irak, siento que el mundo respira, se pone en movimiento. Por ahora sólo me acompañarán los cínicos y los héroes. La plebe internacional de países se demora. Está todavía intoxicada por la legalidad que inventamos para dominarlos en el ciclo anterior! Pretenden que manejemos el mundo con los votos en el Consejo de Seguridad…
La Providencia nos acompaña con su voz sutil, apenas audible, cuando cerramos los ojos en oración. Me dice que bajo mi estrella y el signo de Marte nacerá el nuevo equilibrio. Todo emperador es hacia Arriba, Sumo Sacerdote, hacia abajo, Generalísimo. Impondremos la democracia y la libertad de mercado con el descaro con que los romanos impusieron su Derecho. La democracia es el benéfico opio de los pueblos menores, garantiza líderes quinquenales, no héroes. No toleraremos nada que no sea armoniosamente republicano. Seremos implacables con los intolerantes. Limitaremos las soberanías molestas o insumisas. Nadie podrá tener armamento peligroso. Sin el monopolio del poder destructivo, no hay Imperio. Lo que es lícito para Júpiter no lo es para el buey.
Los escribidores, siempre al margen de la realidad, afirman que pretendo crear un “nuevo orden”. No atinan a comprender que estamos apostando a un gran desorden. Un desorden fundador basado en el espíritu de la guerra.
No hay nada nuevo bajo el sol, desde los tiempos de Alejandro. Vienen a mi mente aquellos versos:
El fuego resucita, como un jardín, las flores
De todos los árboles que ha quemado,
Y se viste con los esplendores
De todos los faisanes que ha asado”.