El Mundo, 21/11/2002
Regreso de Buenos Aires. Aterrizar en Barajas es como dejar una tensión y sumergirse en un lago calmo, de previsible aburrimiento, de normalidad. Buenos Aires la intensa, la disparatada. Cautivante monstruo que encierra las peores contradicciones. A la tarde, en una tertulia sofisticada de TV por cable, se discute sobre Pierre Klossovski y Baladine Klossovska, su madre, en relación con Rilke, de quien Pierre –equivocadamente- se presumía hijo, y en relación a su hermano Balthus y la presión nietzscheana en ellos.
Al atardecer me largo por la calle Guido, hacia el epicentro chic de la Recoleta y allí están, como condenados de un círculo nuevo del infierno dantesco, los cartoneros. Trabajan en silencio, padres e hijos, con las miradas a lo lejos, sin mirar, pues están concentrados en el tacto. Las manos hundidas en la inmundicia de las bolsas negras de plástico brillante de la basura. Al tacto distinguen lo comestible de la taza rota o del objeto desechado del que tratarán de sacar la última utilidad. Son atroces especialistas de la inmundicia. Sus miradas no miran están posadas en la nada. Cuando dan con algo lo pasan a su carretilla.
Y más allá la esquina de Quintana y Posadas en el crepúsculo de primavera. Mesas afuera, la galería de arte y los grandes gomeros que custodian la esquina de la Biela y que Severo Sarduy atribuía el poder de los dioses reencarnados.
La clase media, refugiada en el disimulo de su caída; los desocupados en piquetes agresivos que se van deshilachando en turbios acomodos y la famosa clase alta, refinada, sorprendida en su eterno balneario, tiritando, por ese vendaval frío y viento helado que la prensa llama mundialmente “la crisis argentina”. El ritmo de Buenos Aires oculta el retroceso social de doce millones de argentinos. Subiendo por Alvear me doy cuenta que camino sobre el manto de flores azules de los jacarandás de noviembre. Voy como quien avanza incautamente distendido por los Campos Elíseos.
Están (mis connacionales) en la más grave contingencia de su historia y miran al gobierno de emergencia, que instauró el parlamento en representación del noventa por ciento del electorado, como algo ajeno. Lo observan desde la vereda de enfrente, como a un grupo de diputados búlgaros o funcionarios de Mongolia Exterior que se hubiesen adueñado de la Casa Rosada.
Tantas cualidades de inteligencia y creatividad individual de los argentinos y, a la vez, una reiterada imbecilidad colectiva, que termina en invariable desastre político. Hay algo de muy enfermo, de culturalmente enfermo, en estas paradojas, en esta dialéctica entre idiotez y talento.
Pero Buenos Aires, sin palmeras, pirámides o playas rientes, sigue ejerciendo una increíble fascinación. Tiene carisma. Miles de turistas la acosan como cartoneros que tantearan secretos metafísicos. El aluvión de turistas está alentado por la devaluación del peso. Por cinco euros se come una homérica parrillada.
La calle Corrientes, sucia, acanallada, con su edificación despareja como dentadura de palurdo. Y más allá el barrio Sur, como una desilusión de naufragado barco de emigrantes. ¿Cómo ésta ciudad puede seguir reteniendo algún interés? ¿Qué extraña metafísica planea sobre el desorden urbano? ¿Qué se le puede decir al turista que bajó del avión y pretende iniciarse en su misterio? Aquí no hay sombra de algún Taj-Mahal o de un Palazzo Ducale. No es ciudad para turistas (execrable especie del globalismo) sino para viajeros lentos, para caminantes que son capaces de mirar ese gato que se desliza por la parecita baja, de malvones y jazmines en una esquina perdida de San Telmo.
Alguien dijo que era una Europa exterior. Cavallo, que quiso condenarla al primer mundo con sus alquimias de mago monetarista, la hundió en diez años, en lo que más temió esa arrogante ciudad: ser sudamericana, sudaca, latinoamericana. Buenos Aires no quiso saber nada con el estar y el dejarse estar. Quiso ser del partido del ser y del hacer. Se inventó su pueblo cosmopolita, su estilo, sus esquinas y héroes memorables, su mitología de cuchilleros, esnobismo, sus premios Nobel, su tango y aventura metafísica; y desde su voluntad el confirió a su Argentina y sus alrededores, una profundidad inesperada. Inquietó la siesta sudamericana con sus poetas, millonarios esnobs, eruditos, inventores, rufianes melancólicos y aquellas maravillosas mujeres de los años treinta y cuarenta con sus espléndidas espaldas desnudas y boquillas a lo Pola Negri. El vasto disparate que va desde las angustias con garúas de Roberto Arlt a los laberintos exquisitos de Borges, Xul Solar o Enrique Molina.
Aún hoy, en su mal momento, sigue siendo una de las ocho o diez ciudades más intensas del mundo. Privilegio de rapidez, de gracia, de creatividad. El basural crece. El talento crece. La perplejidad crece cuando sabemos que el gobernador de Tucumán, con el culo instalado en la mayor duna de soja y cereales del mundo, mira alelado esos cuatro chicos encogidos como momias incaicas, de grandes ojos inmóviles y nobles, como los chicos que mueren en Eritrea o en Mozambique.
Mis amigos me llevan por Balcarce al sur. Incluso ese tango for export que prolifera tanto en España, con sus cortes falsos, piruetas atléticas y levantamientos de ballet rante, conserva algo de la esencia de la ciudad. (Es tan fuerte para el porteño el tango que hasta el fatigado cantor enfrentado a una tribuna penumbrosa de japoneses, al poco rato saca y se desgasta en su verdad expresiva, el tango emerge y lo lleva). El tango florece incluso ante ese turismo que lo obliga a la mentira del llanto profesionalizado de la nostalgia repetida.
El verdadero tango del porteño es siempre indirecto. Todo porteño y porteña tienen dos compases o dos versos de tango que lo llevan a eso que Freud llamaba el punto nodal. Algo de la infancia perdida, o del amor que fue o del soñador que naufragó en la realidad. Más allá de esa verdad modestamente poética, casi todo es mentira en Buenos Aires: un periodismo canallesco, la venta infame de la desdicha en entes como el atragantado Pinti con sus denuestos mal pensados o esos “piqueteros” que viajan en bizzness con alguna madre de Plaza de Mayo, invitados por el preocupado humanismo de los diputados europeos.
Pero para buscar sus poderes más recónditos hay que largarse Buenos Aires adentro, por esas calles de empedrado y disciplinada custodia de plátanos, tipas o paraísos. Esas calles que van a dar a una pampa imaginaria, Thames, Avellaneda, Andonaegui, Guatemala, Arengreen. Casas que callan sus carnavales perdidos, esquinas de almacén, paredes que domina el gato equilibrista, que nos clava la mirada durante un segundo y enseguida se desliza hacia su reino de sombras y enredaderas.
Ese es el Buenos Aires más profundo y entrañable para el porteño.
Para mí es un indeclinable y peligroso viaje hacia el paraíso de la infancia, un imprudente rito crónico, una íntima aventura órfica hacia lo que ya no es.
Buenos Aires está enriquecida por la vida, logros y desilusiones de españoles, criollos, italianos, alemanes, judíos askenazis, ucranianos, rusos; todos le fueron dejando jirones de alma y la más absoluta negación de toda posibilidad de monotonía.
Recuerdo a aquellos exiliados famosos que tanto tuvieron que ver con mis primeros pasos en la literatura. El mítico Ramón Gómez de la Serna, con su pipa, su mechón, custodiando a Luisa Sofovich en una mesa del Edelweiss. Rafael Alberti en el café El Blasón y su inteligentísima Aitana; Arturo Cuadrado, Díaz de Guijarro, invariablemente profesoral, el viejo Losada o el anarquista Regueiro contando en la cantina de la calle Díaz Vélez las anécdotas atroces de El Campesino.
1950, 1952, aquellos años del auge del peronista. Nos permitíamos entonces recibir y enriquecernos con todos los naufragados de la convaleciente Europa que convalecía de sus descomunales crímenes y errores.
Pasó la semana porteña. Vuelvo a un Madrid lluvioso. Por María de Molina me parece ir descendiendo de una tercera dimensión angustiosa, intensa, extrañamente atrayente, a un oasis casi nórdico, de calles sin cartoneros ni con aquellos borricos y carros desvencijados que hace cuarenta años vi rodar como sombras goyescas hacia Vallecas o La Ventilla. El desdichado mulo con su anillo de moscas girando alrededor de sus lagañas (eran tiempos de moscas y valores), gambeteando el perro escuálido como diseñado por Giacometti. 1950 en aquel Madrid. 2002 en este Buenos Aires. La cambiante rueda de la fortuna. Siempre se cree que el auge es normal y eterno y que la penuria breve y superable. Lo importante, en la buena y en la mala, es la mano del amigo.