La Gaceta, 19/03/2000
Hoy la literatura de Occidente vive su crisis más aguda. Después de un largo periplo, anegados por la subcultura y la vacua palabra publica y electrónica, casi volvemos a las catacumbas; el tiempo de los enamorados copistas, a la caligrafía intima. Vimos consumar la expulsión ‑nada platónica‑ de los poetas del mercado de producción y venta de cultura. Pronto los novelistas y los ensayistas se agregaran a la iluminada marginación.
El siglo expiro en una paz cargada de callados exterminios de la sensibilidad. Argentina lo vivió como una importante provincia del gran Continente verbal cultural iberoamericano. Arrancamos a fines del siglo pasado con dos gigantes fundadores (que no se consideran escritores profesionales ni importantes): Sarmiento con su Facundo, José Hernández Pueyrredon con el Martín Fierro. Fue un momento de autenticidad telúrica, de primigenia americanidad que enseguida se perderá en el cosmopolitismo dominante de Buenos Aires, centro de una inmigración masiva. Sobre el 900 se produce una novelística literariamente irrelevante: Payro, Cambaceres, Wilde, luego Galvez y Hugo Wast, Martel. En 1926 aparecerá Don Segundo Sombra de Gúiraldes, obra menor de perfecta narración, con nostalgias por un supuesto gaucho paradigmático y moralizante, con ética de Balmes y abluciones con jabón de estancia. En el 30, un estallido de rabia y fuerza existencial surgido de las sentinas inmigracionales: Los Lanzallamas y los 7 Locos, de Arlt. Libros llenos de ángel y seducción, de imperfección encantadora. Están tan mal escritos (en lo que hace al idioma ‑idioma pero no lenguaje‑) que muchos recomiendan leerlos aliviados por los traductores. (Sus palabras acatalanadas pueden ser mentira pero su frase es siempre verdad. Buenos Aires producía una cultura salvaje, demótica. El tango creaba su corpus de poética urbana. Este formidable ciclo, sin místicos ni filósofos, estaba cubierto por una enorme presencia enraizada en la fuerza fundacional de Sarmiento y Hernández: Leopoldo Lugones. Un león equivocado en el potrero de los terneros para engorde, con sus ideologías dominadas desde afuera. Un pagano pariente de Virgilio soportando el asedio de la moralina liberal o marxoide. Fue un grande y no le tembló la mano para sus Odas Seculares y La Grande Argentina. Sintió la poesía como evocación y fundación. Había nacido para tiempos clásicos y como el Albatros de Baudelaire tuvo que arrastrarse en una laguna de mediocridad. Resistió mas de la cuenta en un país bastardo y quebrado donde se imponía el habla agradablona, meterete, impúdicamente frontal, de Buenos Aires. Se tuvo que suicidar en 1938. Fue ala Argentina bastarda lo que Mishima al Japón liberal / mercantilista.
Conviene decir en este punto de nuestra reflexión que la literatura siempre fue un ejercicio cargado de peligros. Argentina fue cruel (suicidas: Quiroga, Storni, Lugones, Pizarnik). Angustiados y humillados terminales: Borges joven, Arit en su madurez, Marechal, Murena, Di Benedetto, Banchs (autor retirado sesenta años ante de morir), Benito Lynch que muere escondiéndose, Jacobo Fijman que fija residencia en el manicomio de Vieytes… Enrique Molina, Nestor Sánchez, Haroldo Conti (asesinado vilmente y por error). La lista seria infinita. Solo los mediocres de alma hicieron carrera fácil, por autopromoción o por adecuarse a las exigencias de nuestro provinciano Olimpo de suplemento literario.
Esta realidad tiene matices irónicos. Hoy varios profesores que no nombro se ganan la vida explicando al maestro Borges aunque fueron los autores del canallesco número de la revista Contorno dedicada a insultarlo y vituperarlo cuando tenia sesenta años y ya Roger Callois lo difundía por el mundo.
Los mediocres, los Salieri, tienden a adueñarse del poder de difusión y famificacion. Logran dominar los suplementos literarios, los medios audiovisuales, la cátedra (caso flagrante es la de letras de la U.B.A.), las asesorías de grandes editoriales. En algún momento de su vida o durante toda la vida, Borges, Arlt, Pizarnik, Murena, Bioy, Molina, Porchia o Madariaga, los mejores, tuvieron que vérselas con el muro, este flagelo rosado, rojo o negro que funciona como un perverso sistema de ningunear. Son un cardumen renovado de poetas o novelistas menores o fracasados que se adueñan de las palancas del ninguneo no para ser sino para que los de verdadero talento no sean. Arlt, en el dolido y furioso prologo de Los Lanzallamas denuncia la exclusión sistemática que le toco padecer.
Mas allá de las exclusiones y glorias de suplemento literario, un balance justo nos lleva a destacar la primacía creativa de los poetas, las principales víctimas del comentado muro de ninguneo. Girondo, Banchs, Juan L. Ortiz, Ramponi, Groppa, Castilla, Mastronardi, Ricardo Molinari, Pedroni, Gianuzzi, Storni, Pizarnik, Requeni, Girri, Murena, Orozco, Enrique Molina, Biagioni, Fijman, Nale Roxlo, Brughetti, Silvina Ocampo, Juarroz, Porchia, Ciocchini, Madariaga, Graciela Maturo, Portela, Herrera, Armani, Dolores Etchecopar, Lamborghini, Speroni, Trejo, Lahitte, todos ellos (y tantos que no nombro de memoria) merecen el homenaje que se les niega en la mayoría de los casos. Crearon un corpus vasto y heterogéneo donde encontramos sensibilidad, espiritualidad, vuelo religioso y una apertura al misterio y a la perplejidad metafísica que la chata prosa argentina del siglo desconoce salvo en pocas excepciones.
Tres grandes aportes consolidaron la madurez de la narrativa argentina, aunque el tiempo hoy los afecte. Es el caso de Mallea con su aspiración de reflexión sobre la sociedad argentina. Intento un gran friso que hoy nos parece afectado por ciertas insalvables cursilerías. En la misma reflexión apostó el Sábato de Sobre héroes y tumbas y hoy el tiempo muestra su patetismo romántico y el peso de lo ideológico sobre lo estético. Tal vez Marechal estuvo cerca de plasmar una obra de perduración clásica, pero su prosa resulta de un barroquismo engolado, parnasiano. En la huella de Bataille se puede decir que los libros tienen un ciclo sexual de atracción: seducen con su ángel o sobreviene la larga menopausia de las obras de fama absolutamente local. La crítica canoniza y sigue merodeando alrededor de libros muertos. Pero la vida de los libros no responde a razones externas. Su vida depende de ese ángel inefable que Valery confeso no haber logrado definir, el estilo.
Lo cierto es que en Argentina se consolido un panorama alentador de escritores, editores y lectores, como en las artes plásticas, conformamos un medio con fuerte creatividad basta enunciar creadores: Kordon, Mujica Lainez, Viñas, Saer, Aguinis, Manauta, Wernicke, Orphee, Conti, Codina, Murena, Tomas Eloy Martínez, Gómez Bas, de Miguel, Mercader, Assis, Bianciotti, Soriano, Valenzuela, Lynch, Di Benedetto, Castillo, Foguet, Leiseca, Arias, Antognazzi, Aira. Entre los más jóvenes hay una vasta panoplia con peligrosa inclinación al borgeo, al duro artlazo o a los graciosos cortaceos. Pero también logros como el de Guillermo Martínez (En torno a Roederer) y los cuentos todavía desconocidos en Argentina de Oscar Peyrou.
Borges y la nueva narrativa.
El aporte de Bioy con su ingeniosísima y sugestiva Invención de Morel, la fresca ironía cargada de conocimiento de vida de Manuel Puig y la liberación narrativa de Cortazar con su Rayuela y sus grandes cuentos; configuran una plenitud narrativa que se quedo en el umbral del arte mayor. Ninguno alcanzo obras definitivas. (Andre Gide diría de ellos que prefirieron el brillo a la gravedad.) Tuvieron amplia difusión internacional (caso que no ocurrió ni con el Facundo y el Martín Fierro, que nunca ingresaron en el canon mundial).
Sin duda las dos grandes personalidades del siglo fueron Lugones y Borges. Borges es como el producto de ese ciclotrón cultural que fue Buenos Aires antes de la actual decadencia. Supo sintetizar las literaturas y ciertas perplejidades filosóficas al servicio de su estética. De algún modo fue el escritor que los europeos hubiesen querido tener, pero nació en esa «Europa exterior» que era Buenos Aires. Libero a la prosa argentina y de buena parte del mundo de esos arbotantes que, pretendiendo enriquecer la literatura, la agobiaban: el sentimentalismo político, la pesadez narrativa tradicional del novelón, el humanismo obligatorio, etc.
Abrió un camino de creatividad autónoma que ya había recorrido Roberto Arlt con soledad en sus Lanzallamas / Los siete locos. Esta nueva tradición rescata las obras de Néstor Sánchez en Nosotros dos/ Cómicos de la legua y del fascinante Enrique Molina de Una sombra donde sueña Camila O’Gorman.
Aquí ya la prosa vive liberada de falsas deudas, vive por y para el lenguaje. El critico norteamericano Seymour Menton señala dos obras argentinas en esta nueva etapa de la «Nueva narrativa»: Respiración artificial de Piglia y Los Perros del Paraíso /Daimon.
Dejamos atrás un siglo de literatura europea con mas neurosis que sabiduría. Fue como una supuración espiritual, un exorcismo. La literatura de nuestra América se libero de este último y espeso neoromanticismo con la fuerza de la fantasía y de una verdadera reconquista cervantina. A partir de la Segunda Guerra nuestra novela se erige en el mayor aporte en la literatura del mundo.
Después de Borges, de Blanchot, de Nabokov, de Lezama Lima, el «espacio literario» recobró la plenitud de potencial de la palabra, de su fantasía creadora, de iniciación mistérica, de perplejidad convocante. La verdad de la poética sigue residiendo en la palabra. La electro‑literatura no es más que un episodio técnico, tal vez una mera mutación del objeto libro. La condición humana misma es la palabra, desde su recuerdo y crónica hasta su proyecto, más allá del libro gutembergiano o de las pantallas del computador.