La Nación, 14/11/1999
La Gaceta, 24/05/2000
El fin de siglo invita a pensar y evaluar a los mayores creadores. Tanto en América, como en la mayoría de países europeos, Marcel Proust figura invariablemente en el elogio de los lectores encuestados. En el mundo anglosajón, se destacó a James Joyce y su novela «Ulysses» pero siempre ubicando la «La Recherche du Temps Perdu» en la máxima jerarquía.
(Ambas obras fueron rechazadas por los editores importantes y las primeras ediciones fueron pasadas por las amigas de Joyce y en el caso de Proust, por él mismo).
La obra de Broch, «La Muerte de Virgilio» fue considerada por Thomas Mann y los críticos alemanes como «el mayor poema en prosa de la lengua alemana. » Permanece todavía aislado del público masivo: nadie podría hablar de esta gran novela sin haberla leída…
El 1° de enero de 1909, un hombre social y literariamente bastante desprestigiado llegó al atardecer a su departamento en el 102 del Boulevard Hausmann y pidió una taza de té para reconfortarse del frío de la calle. Su mucama Céline le instó a comer al menos una madelaine que él, obediente, sumergió en el té. Se reposó en el sillón y como si el sabor dulce y el té se hubiesen combinado con el efecto de un alucinógeno, el hombre sintió que era agradablemente proyectado a su pasado, a una feliz mañana de infancia, en casa de su abuela. Ese sabor había desencadenado una memoria profunda, libre, poética, más allá de todo esfuerzo racional, de recordación provocada para una «visita al pasado». Ese hombre enfermo y cansado encontraba por fin el camino estético que había acechado a lo largo de toda su vida de artista que no encuentra su voz. Era la memoria profunda, bergsoniana, la que ahora guiaba su destino de novelista. Por fin se le revelaba esa «forma» que había esperado durante casi una vida. Aprendía a caer en lo verdaderamente real de su existencia. Descubría que su ser estaba hecho de escurridizo pasado, puro tiempo herido de olvido. Recordar será revivirse, permanecer. Intuye que sólo el arte podrá ser el instrumento para remontar el tiempo. Y ese tiempo sería una totalidad circular, acrónica, donde un episodio de infancia reaparecería en un gesto o decisión de la madurez. Todo se transformaba o encontraba sus correspondencias como repitiendo esas leyes físicas que mueven el Cosmos.
Ese hombre, Marcel Proust, daba por fin con la clave intuida y que ahora se le revelaba como en un satorizenista. Había bastado ese té que trajo Céline, donde embebió el trozo de madelaine, como le enseñara a hacerlo su tía en las mañanas heladas de la semana de Navidad en el remoto pueblito de Illiers. El novelista larvado, que nunca había encontrado su estilo, ahora lo encontraba. Su estilo sería su misma existencia. Más aún: era la existencia que exigía un estilo narrativo. Ahora tenía que prepararse a escribir. Escribir no sería apartarse en el laborioso ghetto de la estética sino reencontrar el pasado vivido en su fuente mas significativa y profunda. Sólo tendría que estar al acecho, y como bien observaría Vladimir Nabokov, la actitud de Proust sería de allí en más la del cazador en el bosque de recuerdos. Esto implicaba un renunciamiento, una ascésis. Narrar la vida ya casi le impediría vivirla, pero revisitará lo ya vivido y se acercará al misterio de ese ¿para qué? ¿por qué? Se preparó para la escritura de la Recherche como quien prepara su barca para una navegación por mares claros y mares tenebrosos. Tal vez hubo en él un cálculo fáustico: entregaba sus años de madurez y de enfermedad pero de algún modo reconquistaba los de la juventud brillante, al menos en el espacio ilusorio de la escritura.
Armó el equipo para la gran cruzada. Sus domésticos: el matrimonio Cottin, el chofer Albert Agostinelli, Celeste Albaret. Haría recubrir las paredes de su cuarto en corcho, para lograr silencio para una recordación incontaminada por lo inmediato. En la vereda de enfrente de la rue Hamelin 44, estaba la pequeña panadería en la que Celeste le traería medialunas y magdalenas. Albert buscaría cerveza del Ritz y mariscos de Prunier.
Una larga navegación existencial: desde aquél enero de 1909 en el boulevard Hausmann hasta el 1922 de su muerte en la rue Hamelin (donde hoy hay un hotel de tres estrellas.)
Escribir sería vivir, vivirse, y por ende hacer vivir o revelar vida a los otros. Aquí, el arte asume esa «suprema destinación» de la que habló Hegel denunciando la decadencia de la modernidad y la frivolización literaria.
Sólo acercándose a la totalidad de la vida, como un todo, podría tal vez revelarse el sentido profundo de ese devenir siempre fluyente y sorpresivo que nos llevó desde la infancia a los días finales, en que los sobrevivientes de la larga aventura generacional, se saludan a la salida del Palacio del Tiempo. Todo ha sido una incesante pérdida de tiempo. Quedan los pocos islotes de frenesí amoroso o de dolor, lo demás ha sido rutina y mares de repetición y hastío. Proust se decidió avanzar a contra‑olvido, rescatando y reconstruyendo los detalles, gestos y palabras perdidas en el foso de olvido donde todo se precipita. La palabra, lo literario, vuelve a zurcir el complejo gobelino que llamamos «la vida».
La palabra reconstruye los hechos, pero la esencia poética del lenguaje será lo que los transformará y plasmará en vida.
Van apareciendo del ayer los rostros y lugares al principio nebulosos. Como revenants que invaden las páginas. La iglesita de Illiers, el Hotel de Balbec, los Champs Elysées en la tarde de invierno, jugando entre las tuyas heladas mientras la niñera compra castañas, y Gilberta, ya deliciosamente pizpireta, con sus nueve años y su olor a friegas contra el resfrío, se esconde entre las hojas heladas, se estrecha contra el pequeño Marcel y lo lleva a ese primer, extrañísimo e intenso, estremecimiento. Luego los años escolares, el Liceo, los primeros poetas, el tedio de la cultura y el placer de la inteligencia. Tardes de gripe en el departamento familiar hundido en el gris de la tarde lluviosa. Libros fascinantes cuando el mundo tenía misterio: Asia, África, los océanos, las selvas tropicales. Luego el estallido de la adolescencia. Los largos veranos, las primeras muchachas en flor delineadas en el sol resplandeciente de Cabourg, la luz de Renoir/Elstir. Y aquella tarde de enfermedad, en invierno, y las mejillas calientes de Gilberta y su piel tensa contra su cuerpo. Aprende Marcel que el amor, ineludible, es también una dolorosa atrocidad que vivirá en la pasión por Albertine/Albert. La humillación de los celos; la amargura y el odio del perdón; las estrategias urdidas en la noche desesperante, cuando se ansía la indiferencia de la muerte o del desamor. (Albert o Albertina serán lo mismo en lo que hace a la esencia de ese misterio cósmico que llamamos amor.)
Reflexión sobre lo íntimo, pero también plasmación de toda una sociedad finisecular. Los Guermantes, Swann, la condesa de Chevigne, la espléndida condesa Greffulhe/princesa Guermantes/Elisabeth de Caraman‑Chimay. Proust rebautiza lugares e invitados en su reconstrucción. Su libro encierra una descripción de esa aristocracia real francesa ‑un friso de rostros arrancados de una catedral gótica‑ que desaparecerá como poder político con esa Guerra de 1914‑18 con la que concluye finalmente el largo siglo XIX.
El personaje central de ese gran salón finisecular será el inefable, sarcástico, cruel, perverso y a veces cándido, barón Charlus Dandy, emparentado con la más alta nobleza francesa, Robert de Montesquieu Fesenzac ocupa el centro del relato proustiano en la que hace a personajes.
En vida, el autor y Charlus mantuvieron una relación de amistad y conflictos. Proust no escapó a las pullas del barón que era capaz de esnobear al todopoderoso Maurice de Rothschild, quien le habló una vez de sus «joyas de familia» y Montesquieu exclamaría: «De las joyas sabía, pero eso de la familia, qué novedad!» De un político poderoso diría: «Si se volviera idiota de repente, no se notaría.»
Charlus oscilaba entre la cultura y la mundanidad. Siempre acompañado por el tucumano lturri su secretario privado (que Proust no nombra pero recrea parcialmente en el personaje de Jupien).
Toda una generación avanza hacia la catástrofe de 1914. El Palacio de la vida empieza a ser asolado por la enfermedad y la muerte. Los protagonistas de la commedia se degradan. Marcel se cree siempre joven y descubrirá su propia decadencia en el espejo de los otros (los viejos nos parecen siempre los otros).
Gilberta, la misma de los primeros estremecimientos de erotismo juvenil, le dará la mano en un salón (ya del último tomo) y el Narrador se preguntará en el primer instante: ¿Quién será esta señora gorda que me saluda? Charlus, el impecable, golpeado por un derrame, saluda a una dama que encuentra y Proust, con pena, ve que sus movimientos son la caricatura del arte del saludo del gran Charlus…
La fama de Proust creció de tal modo que todos se permiten hablar como si hubiesen leído la enorme y laboriosa obra. Proust es ya un apellido de referencia y de sobreentendidos, que encubren malentendidos e ignorancia. Precio de la fama globalizada (a la que tanto temió nuestro Borges).
Apenas dos décadas después de la muerte de Proust, otro creador se acercará al intento de capturar la fascinación y el significado de la vida desde la angustia personal ante el tiempo y la muerte. Broch se acercará al misterio de la vida, a la pregunta existencial, con el lenguaje sintético del poeta y con la experiencia individual del Virgilio en su recapitulación de agonizante. Un camino diferente del de esa multitud proustiana, con ritmo ligeramente offenbachiano.
Hermann Broch había escrito después de la primera guerra una novela filosófico‑social que le dio gran fama, Los Sonámbulos. Escribiría el más ambiguo e inquietante acercamiento a ese Hitler que anexaría su Austria y lo obligaría al exilio dada su calidad de judío, sería El Tentador, donde Broch expone a un personaje carismático, que ejerce una hipnosis irresistible sobre su pueblo; pero al mismo tiempo queda la pregunta nunca respondida en torno al nazismo: ¿qué fibras ocultas y terribles supo despertar? ¿Qué fuerza terrible subyace bajo el aparente orden de un país «civilizado»?
Broch se exilia desde 1938 en Inglaterra y Estados Unidos. Esta en deuda con un libro que, como dice en sus cartas a Willa Muir, le exigirá tanto esfuerzo y será tan importante para la lengua alemana como el de Joyce para la inglesa.
Broch ya no tendrá otra actividad. Un gran proyecto es como ingresar en un claustro de cartujos. (La obra fue concluida y editada en Estados Unidos en 1945 y, para elogio de aquella cultura perdida en Argentina de editores y creadores, hay que recordar que Buenos Aires fue la primera ciudad del mundo que publicaría a Broch en 1946, tanto el Virgilio como Los Sonámbulos en admirables traducciones de Arístides Gregori.)
Su propuesta, su apuesta, es similar a la de Proust: sólo el arte puede rescatarnos de la disolución del olvido, del tiempo perdido. Sólo el arte nos arrima poéticamente a ese borde donde el misterio de existir nos sugiere alguna respuesta.
Su personaje será el gran Virgilio en los últimos días de su vida. Ya ha concluido La Eneida y acompañando a Augusto retornan de Grecia al puerto de Brindis. Allí, en sus últimas horas vive la desilusión del arte. Ruega a sus sirvientes y amigos que le ayuden a quemar esa obra que ya el mismo Augusto considera «poema divino». (Robert Curtius destacaría el esfuerzo de Virgilio por insuflar titánicamente un espíritu poético, de raíz fundacional, homérica, a la realidad de esa Roma imperial cada vez más anegada de materialismo.)
Broch, el judío exiliado en la joven barbarie estadounidense, une su agonía existencial con la del lejano Virgilio en Brindis. Él, víctima del neopaganismo nazi, busca en el paganismo de Virgilio una respuesta a la existencia, una comprensión del orden cósmico, capaz de conciliar el absurdo, la crueldad, con la gloria de la vida.
El campesino de Mantua, el pagano próximo a los dioses que mora en Virgilio, guía al desolado Broch a la sabiduría de saber que la muerte es sumirse en ese Éter primigenio. Saber morir es saber devolverse al universo después del día de la vida. Sin esperanzas metafísicas, sin amenaza de juicios y condenas atroces, sin peligro de renacimientos.