La Nación, 09/07/1991
Por suerte aquella gente no fue sensata: no creyó en la evidencia de los poderes mundiales que se habían repartido el mundo en el Congreso de Viena (una Yalta con conspiradores, bailes vieneses y champagne). No se entiende el origen de esa misteriosa convicción que tenían los delegados que viajaban hacia Tucumán para transformar esos desiertos en un país independiente, creador y desafiante. Eran quijotes de levita polvorienta, doctores con caries, quijotes con sotana o con charreteras improvisadas, bordadas por monjas de la caridad. No les importaba que España preparara la expedición de Morillo, la más importante, militarmente, programada hasta esa época.
Iban a los tumbos esquivando vizcacheras en galeras salvajes. El libro de Rousseau rodaba entre las nueces confitadas y el rosario, con valor de amuleto ante la travesía del desierto. A lo lejos, la nube de perros cimarones. Iban a la patriada, al puro coraje. Sin gestos, desnudos de discursos y pequeñeces. Seguros de esperanza y de amor ala tierra, con orgullo de la tierra (que le hacía dejar a San Martín «su posición» en el ejército español, a Belgrano las comodidades del «estudio» y su vida porteña y el fraile Oro la tranquilidad de la sacristía de provincia). Polvareda de ganado cimarrón, cardales resecos, lodazales del litoral donde la cuarta podría estar cinchando tres o cuatro días. Tormentas descomunales. En la posta, anécdotas de puma cebado, resquemor de malón y la seguridad de pulgas y pucheros donde el chimichurri servía para esconder el olor de la carne demasiado abombada. Noches de silencio cósmico.
Horas y noches, días infinitos, horas con la mirada perdida en el desierto. Convergían desde Cuyo, Buenos Aires, Córdoba, el Litoral. Dudaban de poder llegar, de poder sobrevivir personalmente, pero no del mandato de transformar el desierto en patria, el caos originario en orden.
Tucumán de los azahares
Trataron de adelantarse a los grandes calorones: la mayoría llegó entre mayo y junio, después de viajes atroces que podían durar más de un mes. Se podía bajar de la galera con magullones y algo parecido al mal de mar. Los fueron repartiendo en las mejores casas, les pusieron jarras de agua de aljibe, arroz con leche y ambrosía. En los patios del fondo se desempolvaron laboriosamente las levitas y uniformes.
Habitaban un sobreentendido de grandeza: el 9 declararon la independencia urbi et orbe con la extraña seguridad con que David desafió al gigante filisteo. Aún más: dijeron que no fundaban solamente una nación, sino una gran nación, abierta a todos los hombres libres del mundo. Eran fuertes y generosos: eran los mismos que habían declarado la abolición de la esclavitud y de la tortura en 1813, cuando las potencias civilizadas discutían, incluso en el Congreso de Viena, el negocio de la esclavitud y de la venta de armas y látigos.
El 10 festejaron el desafío de nacer sin pedir permiso. Pueyrredón presidió las ceremonias. Pasó revista frente a la Catedral, desfilaron cinco mil gauchos con poncho y lanza de pobre: un cuchillo atado a una caña (cuenta Mitre que en esos tiempos a tres cañones de fundición se los consideraba «batería»). Por la noche hubo un baile que se considera inolvidable en la historia de Tucumán. Los héroes trataban de deslizarse desde las galerías donde sonaba la música hacia los jardines con Lucía Aráoz, la belleza mayor de entonces, con Cornelia Muñecas (San Martín quiso a Juana Rosa, la prima de Cornelia). Belgrano con Dolores Helguera. Tomaban vino de Cuyo y el profundo de los valles riojanos. Desde la siesta habían refrescado las botellas en hondos pozos.
Esos hombres, los fundadores, tenían una vida fuerte de pasiones, ambición, odios, amor, enfermedades, erotismo, dudas y obsesiones. Después, el almidón argentino los fue alcanzando a uno por uno. Los académicos y los generales sin guerra los fueron transformando casi en «jóvenes del año». Los fueron resecando hasta transformarlos en esas láminas que hoy cuelgan sobre sus escritorios.
No tenían pizca de ingenuos y después de la fiesta se pusieron en acción. En esa misma noche Pueyrredón partió para encontrarse con San Martín. Hablaron de lo insólito: del ejército de juguete que habían levantado sobre la arena movediza del desierto, de cruzar los Andes y atacar por mar al Perú. Si alguien los hubiese escuchado detrás de los tablones de la puerta los hubiera creído borrachos, delirantes. Aquello era mucho más insensato que atacar molinos de viento.
Nuestros julios
Nos agobia ahora el trágico cotidiano. Tenemos nostalgia de grandeza, de la liberación de la quijotada. (Llevamos ya tres sórdidas décadas otorgándole al valor del dólar la importancia de Jehová. Nos hemos creído, pese a la evidencia de un país magnífico, que somos subdesarrollados, que somos pobres porque no nos pagan ni dejan ingresar el valor real de lo que producimos. Nos hemos autodescalificado)
Pasamos varios julios sin fiesta, atribulados. Neuróticamente pasamos de la exultación a la queja vana y al siniestro culto de la imposibilidad y la autodescalificación.
Los países, como los hombres no son más que su voluntad de ser.
El país de los fundadores en poco más de un siglo dejó aquel desierto de perros cimarrones y se ubicó entre las seis primeras potencias financieras del mundo. Son los quijotes los que tienen razón, no las horteras. Ahora nos flaquea lo esencial: la voluntad de ser, el patriotismo (palabra out para los nuevos cursis), la imaginación poética, el orgullo. Se diría que ahora aquel desierto, vencido afuera, se nos trasladó al lugar más peligroso, al lado de adentro. Estamos en el peligrosísimo punto de descalificarnos sistemáticamente y en no creer ya en la extraordinaria posibilidad de vida que podemos alcanzar y que hemos gozado.
Estamos en una hora decisiva ante un mundo que cambió con fulminea rapidez. Nuestros políticos deben unirnos en torno de una quijotada creativa, unitiva. Deberán deponer sus rencillas de patio y comprender que democracia no es espacio para carreritas personales, sino obligación de solidaridad en la situación límite.
Aquellos quijotes de levita nos recordaron que desde la nada se puede crear todo. Con mucha más razón podríamos decir que teniéndolo casi todo debemos impedir esta agobiante obsesión por la nada que parece ser ya el signo de nuestra generación.