La Prensa, 14/11/1980
Personalidad de Nalé
En sus últimos tiempos Nalé solía recibir a sus amigos de madrugada en su departamento del quinto piso sobre el parque Lezica, en Caballito. Le resultaba imposible dormirse antes del amanecer y entonces hablaba y fumaba incansablemente poniéndose más lúcido y brillante a medida que el día se acercaba. Así es como lo recuerdo: en el escritorio de su biblioteca, entretenido en repasar las mil anécdotas de su vida y haciendo reflexiones sobre la poesía con esa frescura, ingenuidad y fervor de la que son sólo capaces los poetas. Aquel escritorio sobre el parque me parecía un taller habitado por un artesano de rarezas, por un creador de materia noble: un tallista o un bruñidor. No era hombre de insistencia sino más bien de poco trabajo, pero de mucha atención y mucha mirada. En la noche tarde siempre se veía, en lo alto, la luz atenta en su torre de vigía, de lector.
Su imagen es la de un duende nocturno, cáustico, hipersensible, despiadado con el tonto y comprensivo con el tímido. Poco amigo de los silencios diplomáticos o de las expansiones vulgares.
Se maravillaba que a los setenta años no hubiese podido aprender nada del misterio de la poesía. «Mire: es realmente un misterio total. Es la esencia más fugitiva; cuando uno cree comprender algo es justamente cuando menos se sabe. Uno cree que va hacia la poesía, pero en realidad es ella que viene hacia algunos». Y contaba una anécdota de Valery que le gustaba repetir. Una vez se le preguntó al maestro qué era la poesía, en última instancia, y Valery se limitó a hacer un gesto con las puntas de los dedos, como si pretendiese tocar, apresar algo invisible, impalpable. Creía Nalé que quien pretendiese construir poesía desde la razón, la teoría o un exceso de voluntad expresiva, estaba perdido. Pensaba que el creador debía dejarse acometer por el momento poético y que el poema era más producto de la inacción que de la actividad sistemática. Con su habitual humor decía que los antiguos grandes poemas no eran más que una gigantesca estantería para sostener los buenos versos, esos capaces de hacer levantar en vuelo a toda la estantería.
Decía que así como el prosista debe aprender a desconfiar de su ocio, el poeta debe temer escribir todos los días. El mismo tenía una natural y aristocrática tendencia a no hacer trabajos superfluos ni «carrera». Estaba convencido de que el único trabajo posible para el poeta era el de posibilitar el momento poético y que éstos eran más producto de las sorpresas de la vida que de las decisiones que podamos tomar sobre ella. Criticaba en Lugones el exceso de trabajo y en su amigo Francisco Luis Bernárdez, el método.
Nalé creía, sin impulsos políticos ni de moda, en la funcionalidad de la poesía, como él decía. Afirmaba que hay una poesía que actúa en el fondo de nosotros y que está compuesta por pasajes, escenas y versos de los más diversos creadores. Este magma poético es una especie de sensibilidad colectiva que nos conforma y que también nos socorre. Es una especie de sabiduría poética, que va desde la poesía popular de las canciones hasta la alta lírica. Aseguraba que en momentos muy graves de su vida, cuando meditaba asediado, siempre, habían surgido versos o fragmentos poéticos, que como una voz interior lo habían ayudado positivamente.
Sentía Nalé que la poesía no es un elemento periférico ‑ aunque sublime ‑ de la cultura, sino un episodio esencial del conocimiento y de la sensibilidad humana.
Para Nalé la poesía era una guía delicadísima, extrema, del árbol espiritual. Allá donde las razones y las «intuiciones intelectuales» se detienen, donde la lógica fracasa y el orden verbal se enfrenta con el silencio, todavía era posible un paso más en el misterio y ese paso era algún verso o, en último caso, esa tensión espiritual y sensitiva del poeta, que es posible que fracase en el verso escrito. Sabía que hay fracasos capaces de dejar viva y por eso contagiar una inquietud espiritual. «Lo importante es la sugerencia última», decía.
En una noche de larga conversación le pregunté por el nacimiento de su famoso «Grillo». Me dijo: «Estaba yo desesperado, enfermo, era un poeta desconocido en una gran ciudad y al mismo tiempo estaba tontamente empeñado en ser poeta famoso. Era una situación desastrosa. Pensé que escribiría un poema románticamente dramático, como tenía pensado, tal vez abusando de la cargazón de dramatismo que me abrumaba, y fue entonces cuando, ante mi sorpresa, surgió ese poema casi infantil, esos versos que parecían no decir nada en concreto, pero que en realidad me recordaban a mí, el poeta, la fuerza pura de la vida, la alegría de la existencia en su mayor simplicidad, en la simplicidad desprotegida de un insecto que canta: un grillo…»
Y a continuación, después de carraspear y de espantar el animal de humo de su cigarrillo infinito, se puso a recitar con esa expresión de niño‑duende que nunca se desdibujó de su rostro, aquellos versos casi infantiles, sí, pero que encierran un intenso llamado a la alegría de la vida:
Música porque sí, música vana como la vana música del grillo; mi corazón eglógico y sencillo se ha despertado grillo esta mañana.
¿Es este cielo azul de porcelana? ¿Es una copa de oro el espinillo? ¿0 es que en mi nueva condición de grillo veo todo a lo grillo esta mañana?
Teatro, prosa, crítica, humorismo
El éxito y la fama que alcanzó Nalé con su comedia «La cola de la sirena», que hubiera sido impulso para cualquier creador para una producción mayor, no le llevó a la vasta obra que podía haber esperado. Sobre esta pieza, la más famosa de las suyas, se puede decir que ella misma es una metáfora (teatral) de toda su imaginación poética y de su fina sensibilidad.
En todas sus piezas, el elemento poético es decisivo, las anima. Ya sea mediante personajes míticos o por la atmósfera en la cual la acción crece poéticamente determinada: en el «Pacto de Cristina» será el medioevo, en «La viuda difícil», el clima del Buenos Aires colonial.
Decía Nalé que el teatro es la forma más legítima que tiene el poeta a mano para no tener que escribir siempre versos. Siempre se sorprendía, en cada representación, de ver a sus personajes vivos actuando como una proyección de su yo, de sus sueños.
En cambio, se lamentaba de no tener mucha paciencia para la prosa y solía echarle la culpa a su enorme máquina de escribir de los años 20 (cuando le regalaron una nueva me dijo que no se atrevía a trabajar en un aparato tan moderno). Sin embargo, escribió cuentos de gran perfección y profundidad, con una prosa clara y neta, sin barroquismo involuntario o manierismo sintetizador. Algunos de ellos como «La pulga de Dios», «El cuervo del Arca» y «El origen del árbol de Navidad» son de la mejor antología. Hay en ellos expresión de experiencia y conocimiento seguro y un clima de vida difícil de crear con tan pocas palabras. Palabras de castellano puro, universal, sin localismos ni forzoso academicismo, equidistante del hispanismo limitado, como de las lunfardías limitadoras. Tuvo un gran don para manifestarse en un idioma personal, pero no artificioso. Siendo que los problemas del subconsciente y del mundo onírico eran muchas veces sus más firmes impulsos para la creación, jamás permitió que el subconsciente se apoderarse de su idioma inclinándolo a la fácil confusión expresiva. Se mantenía firme en este punto y le gustaba repetir una frase, que creo atribuía a Valery: «Un clásico no es más que un romántico que aprendió a escribir».
Su incursión por la novela fue breve, se concretó en «Extraño accidente», obra típica de su imaginería poética. Aquí el tema de la muerte lo ocupa como en algunos de sus mejores poemas de otro cielo y Claro desvelo. La muerte, el amor, la opresión del misterio sobre nuestras conciencias meramente humanas fueron sus principales preocupaciones. Sus respuestas religiosas eran parciales y no asoman en su obra. Se declaraba creyente y le gustaban las disquisiciones teológicas. Una vez oí decirle, dirigiéndose a un pesado ateo pontificador: «La religión es una sugerencia del Absoluto. Quien la entienda como un tratado de lógica o un reglamento es un tonto».
La magia de la realidad no dejó de fascinarlo en cada uno de sus días, tal vez sólo por eso mereció el casi inaccesible título de poeta.
Mucho se conoce y se ha escrito sobre «Chamico», su «alter ego» criollo que supo expresar tantas cosas simples y verdaderas. En ese corto trabajo yo preferiría recordar al crítico literario finísimo que fue Nalé, capaz de dar con el arma de la caricatura una profunda interpretación de textos y autores. Es el Nalé de la famosísima Antología apócrifa, que deberían leer con humildad esos complicados ingenieros literarios que hoy proliferan, solemnes expositores de una seudoestética de la tecniquería literaria.
Nalé afirmaba que escribir «pastiches» era su forma de querer la literatura y de comprender las obras. Pocas palabras claves o algunas actitudes cómicas de los personajes le servían para situar lo esencial de un estilo. Recordemos las inolvidables imitaciones dedicadas a Borges, D´Annunzio, Unamuno y Tolstoi.
Su humanismo es uno de los mejores aportes a nuestra «civitas literariae». Fue capaz de la sonrisa en un país más bien proclive a la carcajada o a la solemnidad patibularia. El almidonamiento nacional tuvo en él un sólido enemigo.
Necesidad de una justa aproximación critica a Nalé Roxlo
El tremendismo literario y la banalidad política sabemos que confundieron en grado extremo el juicio literario del público lector, al punto que hoy en Argentina y América hispana casi no tenemos críticos literarios, sino más bien comisarios de las letras o agentes de la moda. Prolifera la critica política ‑ ética más que estética ‑ y una sociología de la literatura que, cuando más, explica las circunstancias, pero no el objeto.
El desgano profesional (con el crítico que «ya lo tiene sabido») y el terrorismo excluyente de los parricidas literarios terminaron por confundir la verdadera posición de Nalé Roxlo en las letras latinoamericanas (salvo honrosas excepciones como la de María Hortensia Lacau). Nalé cometió el pecado de no escribir obras largas o verticalidades cósmicas, para algunos, por esto, fue un poeta «menor».
Una de las funciones de esa crítica será la de valorizar la obra de Conrado Nalé Roxlo. Me atrevo a sugerir algunas hipótesis de trabajo: la necesidad de destacar a este autor como uno de los pocos poetas «puros» de la literatura argentina. Esto es, en el sentido de que fue capaz de abordar la realidad desde una dimensión puramente poética, sin infecciones ideológicas o racionalistas que se yuxtapusieron a su poética. Por este difícil logro y por la perfección, o mejor por el «punto exacto» de su lenguaje, sólo se puede parangonar con Banchs. Ambos lograron lo más difícil para un poeta: eludir el naufragio de la mentalización de sus poéticas y, al mismo tiempo, los limites del formalismo manierista.
Por otra parte, y con la misma intención revisionista, pienso que debe decirse con toda claridad que Nalé Roxlo fue uno de los pocos poetas de la existencia de su generación. La motivación central de su poética fue el asedio de esos «problemas permanentes de la condición humana». Este le confirió gravedad a su poética dentro de la fragilidad finisecular de sus temas y la claridad de su estilo. Nalé, tal vez sin saberlo, con la ingenuidad típica del poeta, fue un poeta existencial, pero nunca padeció existencialismo literario.
Sus críticos sólo le dedicaron (o cometieron) erudición, elogios y olvido. Nadie se atrevió a negarle el titulo mayor, el de Poeta, y esto es mucho en los tiempos que corren.