Jorge Montes, Libros Elegidos, 1979
Por el realismo mágico con que elaboró su novela Daimón la crítica europea lo comparó con Carpentier y García Márquez. Este notable escritor argentino que, prácticamente, es un desconocido para nuestro país, constituye un de las mayores revelaciones en las letras nacionales de los últimos años.
Abel Posse nació en Córdoba en 1934. Se crió y estudió en Buenos Aires, donde se recibió de abogado. En 1959 viajó becado a Francia para realizar estudios de Ciencias Políticas. Desde entonces vivió en Europa, salvo algunas breves estadías en Buenos Aires, porque desde 1965 se desempeña en el Servicio Exterior de la Nación.
Literariamente se inició publicando poemas y cuentos en el diario «El Mundo», recibiendo en 1962 el premio René Bastianini de Poesía de la SADE. Su primera novela, Los Bogavantes (Edic. Brújula, Bs. Aires, V Planeta. España), tuvo Faja de Honor de la SADE, el Premio Municipal de Buenos Aires. En 1971 publica La Boca del Tigre (Edic. Emecé, Bs. Aires, Círculo de Lectores, Esparta), por la que se le concede el Tercer Premio Nacional. Daimón, publicada originalmente en España por Argos Vergara, obtuvo asombrosos elogios de la crítica literaria española y está siendo traducida al francés, al italiano.
Momento de Morir (Edic. Emecé, Bs. Aires), que es la fantahistoria del terrorismo en la Argentina, ha sido el causal de esta entrevista.
L.E.: ¡Qué lo impulsó a escribir Momento de Morir?
A.P.: La visión del desastre, de la disolución de nuestro país en 1975. Yo estaba afuera. en Venecia, y vine de vacaciones. A la semana me fui. Había visto un mundo absurdo, todos los valores tergiversados. Disolución económica, política y moral, y al mismo tiempo los ideólogos – los trotzcristianos de quienes me burlo en la novela invadiendo todos los espacios de la vida cotidiana. Se mataban fervorosamente para obligarnos a vivir en algo así como Albania: un paraíso de la ortodoxia donde todavía veneran a Stalin. Esa visión del absurdo me llevó al exorcismo de Momento de Morir.
L.E.: Esa mezcla de Trotzky, más los místicos equivocados, ¿no hace que su novela tenga algo del «cambalache” discepoliano?
A.P.: Claro. Porque la confusión de los ideólogos lleva a todo. Los extremos se unen en el mundo del sectarismo. Hay una básica e inhumana búsqueda del absoluto que es el denominador común de los extremistas y los santones de todo origen.
L.E.: ¿En Momento de Morir usted dice: «Quien no puede respetar la palabra del otro, tampoco puede respetar su vida». ¿No es una cláusula que pertenece a todos los tiempos de la historia argentina?
A.P.: Tal vez sí, desgraciadamente. Pero como dije antes Momento de Morir es un exorcismo y tiende a sugerir la liberación de ese mal por medio de la madurez democrática. Mi libro no tiene nada que ver con la política ni con las teorías políticas, pero de la experiencia del personaje puede deducirse una sugerencia en este sentido. La democracia es el único límite posible para el fanatismo y la violencia.
L.E.: ¿El escritor puede evadir la política?
A.P.: La política está siempre. No es una decisión del hombre, sino una de sus sustancias. Vivir es hacer política. Lo malo es cuando el artista se propone la ideología política y fuerza su lenguaje, sus personajes, su libertad creadora, en ese sentido obnubilados. El artista hace política desde su autenticidad de artista. Cuando se propone ser político secundariza el arte, es más bien un afiliado. Por eso mueren pronto las obras de la llamada literatura comprometida”.
L.E.: Teniendo en cuenta que usted vivió en Rusia tres años, y ha sido testigo de primera línea de sus problemas ¿cómo pudo evadir tal concepto al escribir La Boca del Tigre, cuya acción transcurre en ese territorio?.
A.P.: No. Aquello era distinto. Se trataba más que nada de un escenario para personajes sudamericanos y españoles, en una realidad absolutamente exótica como es el mundo ruso (y fíjese que es más exótica Rusia que el sistema comunista en el sentido de que el comunismo es una ideología occidental, mientras que la Rusia grande permanente está más allá del esquema racional occidental). Pero en todo caso, por causa de la ambientación, en La Boca del Tigre también hay observaciones sobre un mundo político, el comunista y en su capital, Moscú.
L.E.: Volviendo a Momento de Morir, y en la suposición de que las claves de la novela no estén lo suficientemente claras, debido a su tono farsesco: ¿cómo la explicaría?
A.P.: Es más que nada un sarcasmo, amargo, referido al izquierdismo violento, desesperado e infantil. Es la historia de la autodestrucción nacional por un abogado de barrio que ve desaparecer el entorno a pesar de su «no te metas». Se queda sin casa, sin título, vaciado. Hasta le quema el Palacio de Tribunales. Pero nadie puede meter la cabeza en la arena, como el avestruz, y la historia, que es una Señora (¿o una Vieja?) implacable, lo busca en su guarida. Traté de crear un final imprevisible. Pero este abogado para modificar las cosas, tiene que morir, en cierto modo pierde su esencia, su intimidad. Aunque al decir «Muera la Muerte» refunda la democracia, porque la democracia es la única manera de controlar la política con algo letal. En síntesis, se trata de un juego de símbolos, en una novela porteña, muy de barrio.
L.E.: ¿Cuando y por qué la escribió?
A.P.: La escribí con mucha rabia, en aquel terrible 1975. Como dije antes, yo vine de vacaciones y después de una semana aquí me volví. En ese libro, escrito en dos meses, volqué mi rabia ante los ideólogos. Ideólogos que creen que hay que vivir como en Albania; un país que cumple con la ortodoxia de una ideología muerta, con una lógica muerta. Los cantones trotzcristianos de «Momento de Morir» aspiran a esa perfección de cementerio, de geometría ideológica completamente inhumana.
L.E.: En su primera novela. Los Bogavantes, usted atacaba a Sartre y a Simone de Beauvoir calificándolos de «bataclanas del bien» También arremete contra la “moda cultural” y con el pietismo de la «Hoja de Caridad» de algunas publicaciones españolas acusándolos de hipócritas. ¿Usted cree que la novela debe ser combativa?
A.P.: No es que deba, sino que puede ser combativa según el tema y las circunstancias. Los Bogavantes es un poco la crónica de esos jóvenes que iban a ser protagonistas de la fracasada «Revolución del 68». Son argentinos y españoles que viven aquel París explosivo. Hay frenéticas posiciones políticas, falsedades y ansias. Uno de los personajes, un decadente escéptico, es el que arremete contra aquel Sartre que se había constituido en un ridículo juez de todo lo que pasaba en el mundo y opinaba sobre lo que pasaba desde África hasta el confín de Siberia. El «vedetismo» del bien era una moda.
En esa novela hay una ridiculización de ese politicismo que a veces invade todos los campos de la vida. Ese personaje, el decadente contrarrevolucionario, y una estudiante que viene de Cuba se encuentran y fugan en un viaje gótico a España no por amor sino más bien para llevar al plano del sexo la lucha de clases que los para. Esta guerra de sexos se hace exasperada y esto fue el motivo de que Los Bogavantes que había virtualmente ganado el Premio Planeta de 1968 fuera declarado impublicable entonces. Fue editado en Argentina, y después también en España. por la misma editorial Planeta, aún antes de la muerte de Franco. Son los ridículos vaivenes de la censura.
L.E.: A pesar de haber vivido y publicado en Europa, su lenguaje mantiene formas porteñas, en especial Los Bogavantes. ¿El lector español no se siente lejano par causa de esos modismos?
A.P.: El lector español está acostumbrado a leer obras con los matices de todos los países hispanoamericanos. El tono auténtico es lo que cuenta. Lo desagradable es el disfraz idiomático, el supuesto academismo que transforma el lenguaje en un híbrido.
L.E.: Usted escribió «La Cumparsa» como guión cinematográfico que fue premiado por el Instituto de Cinematografía; dentro de sus obras, ¿ésa también tiene como Momento de Morir un escenario totalmente argentino?
A.P.: Sí, porque pasa en la Patagonia. La cumparsa o comparsa son los grupos de gente que se asocian para esquilar. Suelen ser personajes increíbles, verdadera corte de los milagros, desdichas humanas.
L.E.: ¿Qué es Daimón? ¿Por qué Lope de Aguirre?
A.P.: Es fundamentalmente la historia del conquistador porque éste termina conquistado. El conquistador que empieza de botas y termina en ojotas. Es un poco la historia del orgullo y de la derrota del espíritu europeo en América. Esta historia está vista sarcásticamente desde el lado de los indios. Tomé la figura de Lope de Aguirre porque era realmente un rebelde absoluto: se alzó contra su rey y contra su religión. Se desamparó física y metafísicamente fundando un imperio ambulante –el de los Marañones- en medio de la selva amazónica, que todavía hoy, a quinientos años de distancia, sigue sin poder ser dominada por el hombre. Pero no es una novela histórica. Para comprender la historia hay que agregarle fantasía a los datos muertos. Es una novela surreal, de estilo barroco. El personaje vive quinientos años, y sus asesinatos también. Es un poco la historia del espíritu español, ibérico, en América. En el fondo, una búsqueda en la selva de nuestros mitos y raíces.
L.E.: Nosotros, después de leer Daimón estamos de acuerdo con que en España y México se lo haya comparado con Carpentier y García Márquez. Hay en esa novela un hermoso barroquismo similar al de estos eminentes escritores; pero nos gustaría conocer su opinión respecto a este juicio.
A.P.: La novela tuvo y tiene una extraordinaria recepción en esos países. Tuvo críticas abundantes y por demás laudatorias. Además se está traduciendo al francés y al italiano. Con respecto a las comparaciones con Carpentier se debe al estilo, a cierto barroquismo. Pero resulta una comparación superficial, porque se trata de un uso distinto, tanto de la historia como de la noción del barroco. Severo Sarduy hizo, entre otros, esa comparación con Carpentier.
L.E.: ¿Cómo es posible que una novela tan notable haya tenido tan poca repercusión en la crítica argentina?
A.P.: Tal vez porque yo siempre he vivido afuera. Hace prácticamente veinte años que vivo en exterior: Francia, Alemania, Rusia, Perú, Venecia. En mi país, en mi ciudad me tratan como a un apartado, un outsider. Daimón fue publicado en España y fue visto casi como el libro de un autor extranjero (aunque haya habido una segunda edición argentina). No formo parte del «club» literario argentino. No conocen mi casa, o la ven de vez en cuando y por lo tanto los críticos no leen mi obra. Cuando uno viene del exterior se siente que para ser escritor en Argentina no basta escribir sino que hay que promocionarse con esa tenacidad que tienen las señoras que escriben aquí (las señoras de ambos sexos) o los profesionales de la izquierda que logran su buena prensa desde sus afiliaciones interesadas. Todos sabemos que ser zurdo «profesional» es garantía de venta en librería. Una vez que a través de almuerzos televisados o revistas, se logran esos 5.000 lectores consumistas, uno puede estar seguro de su carrera literaria local. Hace unos días Borges me decía que ya cuando su obra mayor en prosa estaba hecha, 1950-1960, no tenía lectores. Se vendían 10 ó 20 ejemplares por año, y era leído sólo por una élite. ¡Si esto le pasó a él hasta casi los 55 años de edad!
L.E.: ¿Cómo se ve el ”medio literario” al volver después de seis años?
A.P.: Volviendo después de tanto tiempo noto una caída. Hay un bestsellerismo galopante. Vender es todo. Antes todo era escribir bien. El bestsellerismo ganó a los locales también. Antes en la Argentina se sabía prestigiar lo bueno. Se desconfiaba de lo fácil. El público tendía a buscar lo bueno. Ahora es casi una hecatombe. No hay fervor en torno a la creación. Si seguimos así, vamos a terminar como los canadienses: cuando uno está en Ottawa sólo ve bestsellers que inundan las librerías. Falta ese fervor callado de antes. Esa hambre de lo bueno que nos hacía traducir libros antes que eso se hiciera en las grandes capitales de la cultura. Aquí conocemos a Hermann Broch en edición de Peuser, antes que en Francia, Italia, o antes que en la misma Alemania, su país natal. Lo mismo Saint John Perse y tantos… Ya estamos cortados. Perdimos el prestigio editorial y también las ventas, ya que España -que tiene más mercado- nos desplazó. Y esto afecta a la formación de nuestros escritores. Los libros más importantes de los últimos tiempos no han sido vistos por la crítica argentina. Se conoce Nabokov y se tradujo mucho, pero Ada o el Ardor, su libro mayor, es edición mexicana y española y no tuvo mayor difusión en nuestro medio. (Es el libro sobre el cual Vianssón-Ponté dijo que era la mejor novela desde los tiempos de Flaubert.) Tampoco se conoce Michel Tournier. Salvo uno o dos críticos, tampoco se comprendió el genial barroquismo de Lezama Lima (basta leer las pocas croniquitas que le dedicaron los “grandes diarios”). En suma, un paisaje de retroceso literario evidente.
L.E.: Los temas de sus obras son muy variados, van desde la Patagonia hasta el París de 1968, desde las raíces históricas de Daimón hasta la actualidad política de Momento de Morir. ¿Por qué?
A.P.: La continuidad de una obra la da el mismo escritor y su propio itinerario estético. Es una búsqueda, es un andar, como el de la vida misma, que a veces puede ser muy variada. La variación puede ser en lo físico o en lo metafísico. Hay escritores de pocos lugares, de pocas experiencias y de mucha intensidad Otros se manifiestan en un vasto escenario de ideas y de lugares. No hay ninguna ley sobre esto. Mi obra es muy variada en cuanto a temas, estilo y escenarios. Es necesario que así sea porque en todos los casos respondió a mi necesidad interior y a mi experiencia que transcurrió por muchos países y lugares.
L.E.: Para usted, ¿cuál es la función del escritor en la sociedad de nuestro tiempo?
A.P.: Cumple la función de siempre, cuando se asume como verdadero escritor y no como simple productor de letras: es la conciencia de vivir. Cumple con la función importantísima de ser parte de la conciencia humana. Es producto de la observación, de la meditación y de la reflexión sobre la vida. Pero no solamente es el cronista de lo humano sino que también es el impulsor, un continuo creador de impulso vital. Fundamentalmente es un trabajador de esa imprescindible «conciencia social reflexiva» sin la cual nuestra vida sería automática, desprovista de contenidos, apenas animal. Por lo dicho se comprende que el arte, y en especial la Poesía, son el instrumento mediante el cual los humanos asumimos nuestro destino de ser los únicos entes de la Creación que necesitan comprenderse, hacerse, salvarse (vale agregar también esta última palabra porque lo religioso y lo artístico están íntimamente unidos).
L.E.: ¿ Cómo se ubicaría en nuestra actual literatura?
A.P.: Sinceramente no he pensado en eso. Pero diría que no se puede hablar sólo de la provincia literaria argentina. Formamos parte de un formidable continente idiomático hispanoamericano que está dando la mejor literatura de nuestro tiempo, la más viva. Me gusta saber que intento un aporte en este gran movimiento literario, comparable al de la Europa de preguerra o al de Hispanoamérica de principios de siglo o al de Rusia de fin de siglo. La actual literatura de Francia, Italia o Alemania nos parece exánime y chata en comparación con los grandes prosistas hispanoamericanos actuales.
L.E.: ¿Trabaja en algún nuevo libro?
AP.. Sí, y desde hace dos años. Es una novela emparentada, por causa de su lenguaje, con Daimón. Es un empeño muy difícil que espero lograr. Se trata de una nueva novela barroca, actual e histórica al mismo tiempo, con el tema del nacimiento del Occidente contemporáneo, o sea con el tema del descubrimiento de América.