La Nación, 07/11/1980
En los atribulados fines de esta centuria (y milenio) nos encontramos con una situación paradojal en esa gran “batalla filosófica” que Nietzsche predijo certeramente como la sustancia del siglo que vivimos.
Por un lado, la contradicción se evidencia en esos implacables “realistas” del marxismo –histórico, dialéctico y materialista- a quienes se los ve transformados en predicadores metafísicos y moralistas; incapaces de acercarse a la realidad de las cosas sin su anteojera de categorías conceptuales. Por la otra parte, en el campo de los “hombres del espíritu”, los representantes de los valores de Occidente luchan más bien protegidos por un hecho material, el triunfal y universalizado american way of life: consumismo, eficacia de ejecutivos, un economicismo que Marx aplaudiría. En suma: Occidente libra su gran batalla no con su ancestral defensa de espiritualidad sino con un pragmático y eficaz materialismo. Se adora y se impone el culto de la ciencia y de la técnica aplicadas con el mismo fervor tecnolátrico de los marxistas de las catacumbas (o sótanos) de las primeras conspiraciones finiseculares y positivistas.
Los marxistas, en cambio, fracasados en muchos campos materiales, prefieren el de las razones morales y predican con unción de metafísicos medievales. En nombre de los ideales revolucionarios (frase peligrosamente platónica), se alcanzan absurdos despojados de todo respeto por los datos de “la materia, la historia, la realidad”: se proclama un partido revolucionario-leninista para “liberar” al campesinado de Canadá; o se funda una fracción marxista-albanesa en Ecuador, como acaba de pasar.
En nuestro mundo conocemos bien estos extravíos: el del cura guerrillero que muere ametrallando pastoralmente; el de las universidades donde la sutileza del espíritu de Occidente queda sepultada por el slogan barato, el bombo de las manifestaciones o la afiliación masiva; o el desvío del escritor que apoyado en la libertad creadora y de industria gráfica nos recomienda fervorosamente el universo del gulag y el control de Estado.
Muchos de estos prodigios se originaron en el abuso del criterio de «táctica» y en un maquiavelismo que presumió ingenuamente que los medios nunca podrían convertirse en fines no deseados.
Los campos se han confundido. La política de los principios quedó descolocada ante el prestigio de la eficacia y el mero poder. Todo parece reducirse a querer robar las banderas del enemigo sin reparar el precio que ello puede costar.
El desprejuicio tacticista puede llevar a absurdos tragicómicos: para superar la intolerancia algunos enarbolan un cartel como el de «Muerte a los Intolerantes» que había colgado en su café de Barcelona un asturiano repentinamente convertido a la democracia; otros para defender los valores establecen la censura, anulando así el valor prioritario de libertad de expresión en base al cual se conocieron todos los valores de Occidente (incluido el derecho democrático de disentir); en el mundo comunista para liberar al proletariado se lo encierra en ese gigantesco campo de concentración, sin alambres ni derecho de huelga, que tan desdichadamente padecen los pueblos de la Europa Comunista (Involuntaria).
Para robarse banderas los enemigos terminaron mimetizándose. Sin hacerse la guerra, en la oscuridad de un mundo de fines y medios poco distinguible, se trocaron los rostros al punto que algún burgués de Chicago se podría despertar creyéndose en Moscú y el revolucionario moscovita en un supermarket tipo Chicago.
Los estudiantes de Milán y de Los Angeles llevan su Manifiesto Comunista bajo el brazo; los de Moscú o Budapest visten jeans y contrabandean discos de música progresiva o erótica.
Parecería que un demonio juguetón con vocación dialéctica se entretuvo en crear esta confusión de los opuestos.
Pero el principio jesuítico de «entrar por la de ellos para salir con la nuestra» es muy arriesgado: a veces quien abusa del juego no sale con la «suya» y se queda enmarañado malamente en la del otro.
Historia de un cazador oriental
Esta situación nos lleva a recordar el cuento del tigrero oriental que para cazar el tigre se mimetizó con máscara y piel de tigre. Se salvajizó, se alió con la noche, aprendió a rugir como tigre y después de varias semanas de persecución en la selva, logró cazar la fiera cebada.
Cuando volvió a la aldea sus paisanos ‑que se beneficiaron con su astucia‑ le temieron. Era un peligro para cualquiera que entrara en pendencia con él, tenía mañas felinas. El mismo ya no supo si era tigre o cazador disfrazado.
Los egoístas campesinos un día se unieron y para aliviarse de la amenaza, lo exterminaron con la ferocidad e implacabilidad con que se debe exterminar todo tigre.
En nuestro tiempo volverse tigre para acabar con los tigres parece ser manera corriente. Más allá de la política menor, en los grandes conflictos de hoy, encontramos algunas señales harto demostrativas.
En el mundo comunista, por ejemplo, después del stalinismo, Kruschev proclamó que el objetivo de la URSS era demostrar que en una década se superaría el nivel de vida de los norteamericanos. Probablemente pensó que era un propósito fácil o menor (si los burgueses lo habían hecho cómo no iban a conseguir manteca para tirar al techo ellos, los elegidos de la Historia) Pasaron no uno sino dos decenios y hoy la URSS demuestra ser una sociedad deficitaria en todo lo que hace a confort, economía de bienestar y calidad de vida. Aunque sí tiene un superávit armamentístico (paradojalmente para imponer o defender lo que ya no desea: esa vida cotidiana de escasez y aburrimiento).
El comunismo soviético cubierto con la piel de las sociedades industriales libres logró sólo una mala imitación. Seguramente muchos obreros polacos se rebelaron ante un sistema que sufrían y juzgaban como un capitalismo ineficiente. No se trataba de criticas por la aplicación de principios marxistas. (El que se había disfrazado de tigre acababa atacado como tigre)
Del lado occidental se podría producir una peligrosa invasión del otro campo, con efecto parecido.
Un politólogo amigo, observador preocupado de estos juegos miméticos y analista cuidadoso de eurocomunismo y social democracias tejió una hipótesis inquietante:
Supongamos que algunas de las grandes potencias de Occidente quieran controlar el mundo subdesarrollado aplicando «socialismos controlados», esto es, creando un comunismo de uso local y anestésico en su propia esfera de influencia. Equivaldría a robarle la bandera al portaestandarte marxista; sacarle la palabra de la boca al predicador barbudo.
Si la política consiste en ocupar espacios de acción y satisfacer necesidades ideológicas o físicas, la jugada sería probable: El sistema socialista mundial tiene gran dificultad para expandirse por vía económica (parece sólo poder aprovechar posibilidades de invasión militar).
Según el politólogo referido, alguien podría crear dos o tres grados de rojo, según las necesidades y estilos regionales. Es indudable que hoy sólo con un grande y moderno sentido de empresa privada se podrían vender los aburridos preceptos leninistas, se trataría más bien de crear la moda con publicidad bien manejada.
Mi amigo sostiene que la ganancia de Occidente sería amplia: se acabaría el mito de la revolución (que ya es más bien un kantiano imperativo categórico y moral para uso de materialistas). Se lograría un mundo conformista, obediente, estatista y por esto discretamente subdesarrollado e incapaz de saber formarse en polo de desarrollo competitivo, opuesto a los intereses ya consolidados.
El invento sería equivalente, en el orden de lo político, a la bomba de neutrones: los hombres del mundo perturbador quedarían anonadados (aunque supérstites), el universo de las cosas permanecería inmutado, sin progreso realmente amenazador.
Como van los tiempos, si los hombres llegan a tener que enfrentarse en el apocalíptico y final campo de Armaggedon, los jefes de los batallones demorarán el comienzo de la partida buscando distinguir qué es el rojo o el blanco en las banderas que llevan de su mano, o tratando de saber si son tigres o cazadores disfrazados.