La Nación, 10/07/1989
Eran Quijotes de levita, sotana o uniforme. Convergían hacia San Miguel de Tucumán. Cruzaban un desierto que no puede haber imaginado el manchego. La Confederación Argentina que empezaba a nacer en el corazón de aquellos soñadores empecinados e irreductibles era tierra baldía, waste land. Apenas un paisaje lunar situado entre el último día de tarea de Dios y antes de la obra del hombre.
Era el año 1816, que empezaba amenazador: España se aprestaba a reconquistar el espacio perdido por él impacto napoleónico. Una armada de quince mil hombres al mando de Morillo iba a dar cuenta de subversivos que se llamaban Miranda, Bolívar. San Martín y otros.
El Congreso de Viena había restaurado un poder europeo‑mundial entre valses, aventuras de boudoir y thampagne. Talleyrand y Metternich ‑dos genios‑ edificaban un nuevo orden mundial. Entre los cristales del salón de Schónbrunn les deben de haber contado de cierta remota conspiración de abogados, curas y militares que aspiraban a un contra congreso, con vino carlón, cielitos, arroz con leche y locros. Habrán sonreído con suficiencia, porque de esas pampas sólo se conocían los relatos de misioneros o ingleses excéntricos.
Entonces la Argentina era más bien un océano de tierra amenazadora. Ir de Buenos Aires a Tucumán llevaba unos veinte días, siempre que no se topase con barriales o indios levantados. Una legua podía costar todo un día de tironeos con la cuarta. Una carga de muebles, libros o alimentos podía necesitar seis meses de carreta. Las jaurías, a veces de tres mil canes cimarrones, solían atacar las galeras con los ojos rojos como ascuas, enfurecidas de hambre. Eran implacables con cristiano de a pie o con animal enfermo.
Las galeras se amarinaban como naves y se partía entre gritos de postillones, llantos de adiós y ladridos de perros queridos.
Monotonía de sucesivos cardales., Gritos de teros asustados. Noches cósmicas. Pampa húmeda y vacía. Salitrales infinitos. A veces polvareda de potros cimarrones. Estos hombres pasaban las horas de traqueteo tratando de fijar la vista en Rousseau o en Chateaubriand. De un sacudón las hojas saltarían del sosegado Samuel al inquietante Apocalipsis.
El rigor de la jornada no amainaba en la noche de la posta. Se bendecía un catre sin chinches o sin vinchucas que «se inflaban con nuestra sangre hasta adquirir el tamaño de una avellana» (Mantegazza). Un científico inglés anotó que los mosquitos «parecían pichones de langostas marinas» y que sólo era posible dormirse después de la cena (la de ellos, se entiende). Raramente la carne de la fiambrera era fresca y se accedía a un buen asado. Generalmente aparecía un puchero peligrosa y misteriosamente residual, donde sé disimulaba entre picantes la carne abombada.
Modesto progreso
Nuestros almidonados académicos no nos cuentan que aquellos hombres, aquellos fundadores, iban acosados por terribles dudas, dolores de muelas, melancolías de amor, indigestiones, picaduras, pasmos y deudas. Seguramente soñaban un modesto «progreso» de casas con jardín, bibliotecas de nogal, caminos seguros y asados de carne fresca rociados por vino de Mendoza. Ciertamente no pudieron imaginar una consecuencia de autopistas, aeropuertos, silos, comisiones de energía atómica, o suponer que sólo ciento diez años después aquellos desiertos serían la sexta potencia financiera del mundo.
Pobres y solemnes, todos fueron llegando hacia fines de junio a Tucumán. Se repartieron en las casas de
familia. Sus huesos doloridos se amodorraron entre sábanas de hilo que olían a alhucema. El 9 fue la gran sesión en casa de Zavalía. Allí lanzarían su desafío al mundo. Todos respondieron con una sola aclamación cuando el secretario del Congreso, Paso, preguntó «si querían que las Provincias de la Unión fueran una nación libre e independiente de los reyes de España». Fue unánime. Nunca habrá resonado más argentinamente el ¡Arriba, Argentina!
Sinrazón patriótica
Las copias del Acta fueron expedidas inmediatamente a Buenos Aires y de allí partieron en sobres lacrados hacia las orgullosas cancillerías europeas. Habrán pensado que se trataba de una burla, pero ya Bolívar reanudaba su ofensiva retornando de Haití y San Martín se encontraba con Pueyrredón para definir la estrategia naval‑militar más novedosa de la época: el insólito cruce de los Andes y el desembarco en Pisco.
La sinrazón patriótica y genial vencía al sórdido cálculo, a las conveniencias de la mediocridad.
El miércoles 10 fueron los grandes festejos. Los oficiales con uniforme de gala, música incesante, guirnaldas de flores y bandas con consignas patrióticas. Belgrano, Paso, Laprida, Javier López, bailaron toda la noche. Lucía Aráoz fue la reina de la fiesta. Gertrudis Zavalía, Teresa Muñecas, Juana Rosa Gramajo, tan cercana al corazón de San Martín, y Dolores Helguera, la seductora y seducida amiga de Belgrano, fueron el centro de una infinita noche con vino suave de Cuyo y el profundo tinto de los valles riojanos.
Ahora el desierto, los perros cimarrones, el puma, ya no existen. En las postas está el Automóvil Club u hoteles confortables. Ya no se oye el canto del gallo ni el de las campanas, ni en Buenos Aires ni en Tucumán. Si aquellos fundadores retornasen con sus levitas polvorientas y sus charreteras bordadas por monjas de la caridad no comprenderían nuestras tribulaciones. Esa tristeza de no saber administrar las cosas, de perder rodeados de riquezas. De no tener inventiva ni siquiera para administrar con astucia.
Ellos verían que el único desierto está ahora en el fondo de nuestros ojos. Es el desierto interior. La falta de coraje, de fantasía, de propósito generoso, fundacional. Nuestra eterna queja les parecería pura flojera. Si pudiesen romper ese cristal velado que nos separa de los muertos nos preguntarían: «¿En qué lujo de santidad o de heroísmo están ustedes usando el instante de la vida? ¿En qué grandeza emplean ustedes la maravilla del poder.»
Sentimos en nosotros una sana rebelión contra la decadencia. No nos conformaremos en nuestra generación con seguir perdiendo años en lamentos.
Hay signos saludables de esta reacción que nos une más allá de diferencias partidarias.
No es posible que esos héroes del pasado, que suelen merodear especialmente alrededor de los días patrios, cuando escuchen otra vez el estremecedor ¡Arriba, Argentina! sea solamente por algún gol de Maradona en el Mundial…