La Prensa, 07/03/1993
Bajo palabra, Caracas- 20/06/1993
Cómo hablar todavía de literatura? ¿Cómo y qué hablar con un escritor joven? (¿es joven, quién es viejo en ese universo móvil e impreciso de la literatura?). ¿Quién tiene autoridad como para señalar o recomendar o sugerir? En estos tiempos de subculturalización programada e insolente, ¿cómo habría que rescribir las «Cartas a un Joven Poeta»?
Todo esto y mucho más me lo pregunté mientras viajaba hacia Mollina (Málaga) ante la invitación del Centro Eurolatinoamericano de Juventud que había organizado un encuentro de noventa escritores primerizos de Iberoamérica con doce veteranos. (Pensé respetuosamente que entre los jóvenes podría haber perfectamente un Rimbaud, capaz de escribir Una Temporada en el infierno a los diecisiete años. Entre los ilustrados consagrados seguramente habría más de una ilustre nulidad…) El intento era novedoso.
Nos tocó abrir el fuego con Jorge Amado, Roa Bastos y Ana María Matute. Había un tema-guía, o tema‑pretexto que era la relación de literatura y ecología. El objetivo central era conocerse más allá de la diferencia de edades, de experiencias y de procedencias.
Miré desde el estrado. No sentí envidia de los jóvenes. La adolescencia del escritor es larga, apasionada, penosa. Suele estar asediada por fantasmas, tironeada por ambiciones o por una vanidad sin control. A veces se siente seguro de su talento, pero sin reconocimiento exterior. a veces vive la soledad endemoniada del que se cree instrumento de un destino o misión superior. En todo caso vive una aventura, una apuesta demasiado fuerte.
Pero eran admirables: noventa jóvenes venidos desde Tierra del Fuego, la Amazonia, los Andes, el Caribe y las Españas, dispuestos al más difícil de los caminos. Solitarios sacerdotes sin iglesia. Anárquicos buscadores de palabras nuevas en tiempos de “sonido y furia”, de mentira oficial, de ideologías gastadas. Al verlos comprendí la fuerza de nuestra Iberoamérica en tiempos de generalizada decadencia. A todos nos sorprendió la calidad de sus primeras obras.
Los argentinos
Asistían doce argentinos, los que al comienzo se mostraron, como suele ser, los más insulares, los más apartados, hasta que tras la timidez y los asomos de nuestra consabida arrogancia prevalece la entrega y nos mostramos tan latinoamericanos como el que más. (Entre ellos encontré dos escritores de gran valor, entre los cuatro o cinco que me alcanzaron sus libros.)
Lo mejor del encuentro era no teorizar, hablar de los temas concretos: la soledad ante la página en blanco, la formación personal, las estrategias para no perder la confianza (recomendé amigos cómplices, no críticos abstractos). ¿Cómo manejarse ante modas ideológicas, cómo mantener la pasión auténtica, cómo controlarse con una autocrítica no castradora?
Sobrevivir estratégicamente para ir produciendo su obra entre escollos de triunfo y derrotas, sin desfallecer. Recordé una recomendación de Borges en Venecia, memorando el poema «Sí», de Kipling: «Saber tratar al triunfo y a la derrota con la distancia que merecen esas impostoras». ¿Qué decirles de la manada de «Salieris» que les saldrá al paseo ni bien muestren un poco de talento?: editores resentidos o prepotentes, reyezuelos del suplemento literario, ninguneadores empeñosos.
Parirse a sí mismo
Jorge Amado les había dicho que todo escritor nace. «Si no nació, es mejor saberlo pronto y retirarse.» Yo agregué que, después de ese don o vocación básica, hay que parirse a sí mismo. Dije que la formación del escritor, tiene el objetivo central de saber acertar con su propia voz. Ejemplifiqué con esos cantantes de ópera que por no haber tenido un buen maestro arruinaron sus cuerdas vocales por no saber acertar con su punto y tono.
¿Cómo explicar que la sociedad, el poder y el buen sentido, pretenden trasformar al escritor en perro guardián ‑o cachorro zalamero‑ siendo que es por esencia un gato? El gato está en la casa, pero tiene que tener sus puertas secretas para bajar a los sótanos, para fugarse a los puntos más altos e inaccesibles del tejado.
Ana María Matute dijo que escribir la había revelado ante sí misma como maga. Desde entonces tuvo la soledad con rescate del mago o del pequeño dios.
Dijimos que el escritor es la conciencia libre y total de existir. El amor, la muerte, la presencia o ausencia de Dios, la sed de justicia, la perversidad, esas son sus materias. Es la única descripción total del sentirse humanos. Por lo tanto su destino natural es el humanismo, la rebeldía creadora. Toda la literatura es un solo libro que atesora la esencia de la Hombredad. Es un testimonio y a la vez una desesperada búsqueda de sabiduría más allá de las esquinas teologales y de las geometrías ideológicas.
Discutimos. No fui bien comprendido cuando dije que casi toda la cultura moderna de Occidente es un griterío de burdel amenazado o cuando sugerí que el cine y sus bastardas descendencias no crearon un lenguaje independizado que merezca ser designado como verdadero arte. (Un argentino un poquito rencoroso me enfrentó con los Westerns o con Exterminator II como pruebas de lo contrario. Se apoyaba en un chiste de Borges sin saber que era un chiste.)
La familia de Cervantes
No me atreví a avanzar por los caminos de mis dudas actuales que toda nuestra literatura amada: Proust, Genet, Céline, Faulkner, forman parte de un griterío que nos avergonzaría ante los textos zen, el Tao Te King y los discursos búdicos. Salvo el Quijote, los poetas místicos, la lírica alemana, en general Occidente creó una cultura neurótica, de protesta casi. Nombres claves como el de Freud, Nietzsche o Marx tienen que ver con la lucha contra la cárcel judeocristiana de Occidente más que con una resultante de sabiduría. Somos una cultura de conflicto, de sucesivo; paroxismos. Dostoievski y Kafka que tanto determinan la novelística moderna, participa de la misma pulsión enfermiza (Por suerte este nuevo Siglo de Oro de la literatura iberoamericana está inundada de luz cervantina. Luz pagana, de fiesta.)
El avión despegó de la soleada Málaga y fuimos entrando en la bruma centroeuropea Sobrevolamos Praga media hora: Una tormenta de nieve levantaba torbellinos y fantasmas. (El inquietante sobrevuelo y un par de whiskys me llevaron a cierta melancolía. Me dije: «has estado del otro lado del estrado, entre los que pueden llegar a creer que han hecho algo válido. Estás en la etapa final y todavía puedas tal vez demostrarlo».
Me sentí tan joven y desamparado como Mayra, como Antognazzi, como Taborovski, Lozano, César Rojas, Matute, García-Valiño, Roxana Elvridge, Andi Nachon, Antonio Silvera o Guillermo Martínez, el estupendo autor de Acerca de Roderer.
Todos teníamos en común ser miembros indistintos de esa que Macedonio Fernández llamó » la familia de Cervantes».
Pensé en Jorge Amado, pagano, candomblista, lleno de días y luchas, diciendo que había tratado de que su obra fuese la ciudad de Bahía: lo había logrado.
Pensé en Kafka, en esa Praga desierta y blanca, como un enorme «cementerio bajo la luna». Kafka con sus orejas puntiagudas y pálidas, con su galera de croupier expulsado del casino. También su ciudad, había sido Praga.
¿Cómo me atreví a decir algo de literatura? ¿Cómo es posible intentar definiciones en esa ciencia donde sólo se conocen excepciones y particularidades?